Odiaba los viernes. No lo había hecho siempre; los viernes y él habían tenido su primer encontronazo hace unos cuantos viernes, quizá un par de años ya. De cuando su hermanito se puso enfermo, todo babas y mocos y fiebre, una personita que no dejaba de requerir los mimos de su madre y no dejaba dormir a toda la casa, y él había tenido que moverse a pasar las noches con su abuela, en la esquina opuesta del hogar. Una habitación de primer piso con vistas a la calle principal, demasiado estrecha para que los coches pasasen lo suficientemente rápido como para que el ruido del motor dejase de molestar. Las aceras, losa y media de anchura, hombros que se entrechocaban, fintas improvisadas y algún que otro insulto, se atestaban de gente desde primera hora de la mañana, con el mismo apagón de las farolas callejeras. El día se ponía en marcha, llegaban los tenderos y taberneros, los panaderos salían de los hornos a vender, y empezaba a oler a pan, y a café, y a vino, y se formaban los tumultos habituales, hasta que la gente se cansaba y comenzaba a salirse de la acera, caminando por el centro del callejón, haciendo que el próximo coche en llegar se tuviera que abrir paso a bocinazos, empujando a toda la masa humana hacia las esquinas.

Mientras su abuela se vestía y se preparaba para llevárselo a hacer los recados, él se quedaba mirando todo aquel trajín, imaginándose los automóviles como bolas de comida metálica que se movían por una garganta de adoquines, aquellas personas haciendo de esófago y de movimientos peristálticos, y sabiéndose que en pocos minutos él estaría haciendo aquella importante labor de deglución urbana. Y luego recibía una azotaina cuando desoía por quinta vez que no empujase a los coches por detrás, que ya basta de hacer el indio, que ocho años son suficientes para comportarse como un señorito. Y, a no ser que fuera viernes, a él le resbalaban las manos sucias, los indios y quedarse sin paga, seguía empujando para que los vehículos llegasen al estómago de la plaza.

Pero los viernes eran distintos. El día solía empezar antes. Mejor dicho, él se solía despertar antes. Unas pisadas lentas lo desvelaban de madrugada, cuando algún campesino dejaba una bolsa de arpillera en la charcutería de enfrente. Se levantaba, poniéndose de puntillas en el alféizar de la ventana, y miraba cómo dos, tres y hasta cuatro corderitos sacaban la cabeza de la bolsa y empezaban a balar. Los berridos le sonaban a que buscaban a su madre, o a que tenían hambre. La primera vez había tenido el coraje de bajar y soltar el nudo de la bolsa, dejando que se escapasen calle abajo; le había costado una buena zurra de su padre cuando se enteró. La segunda vez golpeó la ventana de los hornos de la panadería y pidió unos bollitos; el panadero, sorprendido, se los fio, y hasta que llegó el charcutero se dedicó a hacérselos tragar a los animalitos, que se hacían de rogar. Allí le cayó la segunda golpiza, y aprendió que el pan, o todo lo que no sea pasto, estropea las achuras. Desde entonces cedió en su empeño de salvador, y se limitó a taparse los oídos mientras estudiaba la aburrida orografía del techo, esperando a que el charcutero llegase e instaurase el silencio de los corderos.

Los deshechos solían terminar en la calle. La piel, y los despojos que no servían ni para hacer caldo, se amontonaban en un montículo sanguinolento que el charcutero apiñaba un palmo más allá de la linde de la acera, para que la gente tuviese por dónde pasar. Un reguero de sangre que salía por el desagüe de la puerta de la charcutería corría hasta la alcantarilla más próxima, siempre siguiendo el mismo trazado, como si el flujo de tantos corderos pasados hubiese erosionado lo suficiente la piedra para constituir un canal de lo más siniestro. Los vehículos, a sabiendas de lo que solía haber los viernes por allí, evitaban circular por la calle para no mancharse, y la gente, indiferente, al parecer, a los restos ovinos, la invadía por completo. La garganta se cerraba, y la calle dejaba de comer. A él le solía pasar lo mismo; tras una madrugada de balidos tristes, se levantaba taciturno y sin ganas de desayunar. Se vestía con la desidia que le confería la certeza de que su abuela lo iba a llevar a la charcutería: los fines de semana se almorzaba cordero, y había que comprarlo fresco. Mientras iban calle abajo, él tiraba inconscientemente de la mano de la yaya, siempre en dirección opuesta a la tienda, pero sin poder quitar los ojos de las porciones de riachuelo carmesí que se dejaban entrever entre la muchedumbre. Al pasar por delante de la vitrina de la charcutería, donde se mostraban, colgados y desollados, los trozos de carne, el charcutero, con un cuchillo del porte de un machete en la mano, lo veía y lo saludaba, llamándole “corderito”, mote que se había ganado desde el incidente con el pan. Él imponía una última y fútil resistencia antes de entrar, que su abuela vencía con un fuerte tirón de la mano y una alusión poco velada a su falta de madurez, y lo metía en aquel infierno, haciéndole sentir uno más del rebaño.

Siempre se llevaban dos kilos. Con poco hueso, a poder ser. Él veía con qué habilidad deshuesaba la pieza el charcutero, y se imaginaba el grotesco espectáculo que habría de montarse allí a altas horas de la madrugada. Tras pagar, siempre se llevaba una palmada de hombretón en el hombro, que le dejaba un fuerte hedor a carnaza en la ropa. Luego salían a la concurrida calle. Atestada, abarrotada, sin coches…atragantada. Como él. Odiaba los viernes, y el cordero. Para aquello también tenía respuesta su abuela: oveja que bala, bocado que pierde.

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