Tuve un amigo al que llamaban igual que a mí: Sam. Desde el instante en que nos conocimos, supimos que siempre estaríamos el uno para el otro. Nuestro primer encuentro, por así llamarlo, fue durante una presentación de baile en la ciudad de Caracas, Venezuela. Él era un bailarín de género urbano y yo era nacionalista, estilo que él no sabía bailar pero que poco a poco le fui enseñando, así como él me enseñó a mí.

Nuestra amistad era extraña a los ojos de los demás. Nos veíamos una vez cada dos meses pero el cariño era tan grande que comencé a pensar que era como el hermano que siempre había deseado. Cuando nuestra amistad se hacía más fuerte, Sam empezó a contarme sus problemas económicos que atravesaban en su familia. Traté de ayudarlo consiguiéndole oportunidades de trabajo que, fuesen su estilo y, que lo ayudaran a salir del hoyo en el que estaba. Pero algo estaba empezando a salir mal.

Ya no supe más de él y temí porque algo le hubiese pasado, sin embargo un día lo encontré en una calle cerca de mi casa. Él no me reconocía y yo tampoco a él. Sus ojos no veían la realidad porque un color rojo se apoderaba de ellos. Traté de acercarme pero él estaba como huyendo de algo, como si lo hubiesen estado persiguiendo. Ésa fue la última vez que lo vi y nunca imaginé que en nuestro próximo encuentro lo vería encerrado en un ataúd.

A las pocas semanas, una amiga llama a mi hermana para avisarle que Sam había muerto. Un asesino lo había estado buscando, supuestamente por una negociación fraudulenta de droga entre Sam y un grupo de criminales que vivían en su barrio.

Solo bastó un tiro en la cabeza para quitarle la vida y volarle los sesos de un momento a otro.

Una de las vecinas de Sam, quien presenció el crimen, declaró a las autoridades y a la familia que había visto una de las escenas más emotivas de su vida: Sam se había tirado al suelo al lado de sus compañeros, también impactados por balas, para rezarles un Padre Nuestro.

A pesar de su mala reputación ante las autoridades, trasladaron a Sam hasta un hospital mientras seguía consciente. Sin embargo, los doctores sabían que todo estaba perdido.

Su velorio fue a los dos días porque en las funerarias no aceptan cuerpos de delincuentes, no pude entender por qué pero era así. Cuando llegué al lugar, su mamá sonreía, no de alegría sino de tranquilidad. Me acerqué para abrazarla y solo me dijo ¨Él está bien porque Dios lo abrazó y me hizo saber que todo estaba bien¨. Escuché cómo mi corazón se partía con cada palabra, pensé que era erróneo pensar de esa manera pero, ¿quién soy yo para juzgar a los demás y su manera de afrontar un luto?

Lloré tanto por Sam, mi Sam. Muchas personas decían amarlo pero nadie lo conocía como yo. Tal vez no era la mejor persona ni un ideal social pero sabía que él no había llegado a donde llegó porque quiso, sino por necesidad y desesperación. Si algo le importaba a Sam, era su familia y sé que por ella haría lo necesario para que no tuviesen problemas.

Él era mi amigo pero murió intentando salvar algo que él solo no podía afrontar.

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