Cada mañana me asomaba a la ventana del salón, después de levantarme, antes de desayunar, me ponía mi bata de color rojo oscuro y pegaba mi naricilla en la ventana, luego mi madre me regañaba porque dejaba todo el vaho de la respiración allí, pero me daba igual, me encantaba oir a aquellos cinco abuelos hablando en el banco del jardín de la residencia.

¡Que no, que no tienes razón! decía uno, que el pan que comemos ahora no es el mismo que comíamos antes, el de ahora tiene demasiada agua, se queda seco en una tarde.

Pues a mi me gusta más , y la mujer del primo de mi hermana, que es hija de un amigo a su vez, es panadero y dice que lo hacen con un trigo mucho mejor, que no está tratado.

¡Tonterias!, lo que comemos ahora no es pan, repetía el primero.

Y así uno y otro, otro y uno, discutían, hasta que justo el que estaba sentado en medio, llamado Amadeo, tomaba partido de la situación, y les explicaba y solucionaba, fuera cual fuera la discusión que tuvieran.

¿De verdad piensas eso Amadeo? Preguntan ellos, y lo que este hombre pequeño, delgado, con tez oscura decía, iba a misa, fuese lo que fuese, opinase lo que opinase, siempre tenía razón, era un referente para ellos, Amadeo, fue maestro, muy inteligente, tan tranquilo, que sus palabras caían con aplomo de su boca y nunca jamás nadie intentaba contrariarle, ¿para que? decían sus amigos, si al final siempre tiene razón.

Y así, un día tras otro yo vivía una nueva conversación, discusión y opinión desde mi ventana, tanto en invierno con los árboles goteando cuando las ramas iban descongelando la poca agua helada que conservaba de la noche, como en primavera cuando las florecillas empezaban a brotar, lo mejor venía en verano, que yo podía ir a la calle y acercarme con ellos, lo disfrutaba mucho más , e incluso alguna vez me invitaron a participar en alguna de sus peleas sin malas consecuencias.

Llegó el invierno de nuevo, Amadeo empezó a faltar, un día era una gripe, otro día dolor en sus huesos, otro día el estómago le molestaba, y aquel banco no era el mismo, las peleas eran cada vez mayores, era imposible aguantar tanto grito. Y un día, Amadeo faltó para siempre, al principio fue doloroso, poco a poco las cosas volvieron a su cauce, pero en vez de cinco personas solo había cuatro.

Una mañana, al realizar mi ritual de pegar mi nariz en la ventana, me di cuenta que los abuelos se sentaban dejando siempre un hueco entre ellos, ¡ el espacio de Amadeo!, no pude aguantar y bajé a preguntar al cuarto día de ver como nadie ocupaba ese lugar y no había peleas entre los ancianos.

¿Qué pasa? ¿Por qué se sientan separados? ¿Puedo sentarme yo ahi? pregunté con ánsia de saber.

No pasa nada, me contestó el más corpulento, y no te puedes sentar, porque ahi está Amadeo, no físicamente, pero si nos acompaña , y sabiendo que sigue con nosotros no discutimos, por él no lo hacemos, y seguimos preguntándole nuestras dudas, así, no le olvidamos y él sigue estando con nosotros.

Mi cara no pudo más que sonreir y agradecer a la vida, esta enseñanza, ¿Quién dijo que en esta vida nadie es imprescindible? Amadeo lo era tanto que aún hoy, cinco años después , los ancianos han cambiado de nombre, ya no son los mismos, pero el lugar de Amadeo está sin ocupar y todos seguimos escuchando sus consejos.

Por ti Amadeo, tú nunca te fuiste.

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