Raimundo estaba dispuesto a saltar al vacío sin red ni paracaídas. «Ya va siendo hora de arriesgar, aunque acabe en el talego», pensó. Se había citado en la cantina del Hogar del Pensionista con su amigo Antonio el Grillo, con el que procuraba resolver unos asuntos. Raimundo no dejaba de frotarse las manos, las tenía heladas. Por mucho que insistía no conseguía hacerlas entrar en calor.

—Tal como te comenté el otro día —dijo el Grillo—, mi nieto, el Largo, anda metido en líos. ¿Has pensado en lo que hablamos?

—Claro que sí —afirmó Raimundo—. Necesito la pasta. ¡Qué coño!

—Bien. Pásate por el gimnasio donde suele entrenar. Pregunta por Rubiales. Te entregará una bolsa de deporte de color azul. Recógela y ve rápido para tu casa.

Al salir del «Tiger Gym», Raimundo agarró con fuerza la mochila para dirigirse a su domicilio. Ahora las manos no solo las tenía heladas, sino que le sudaban como si llevara puestos guantes de látex. No paraba de girar la cabeza hacia atrás mirando de forma desconfiada a quienes se cruzaba por la calle. El corazón se le desbocaba. Se detuvo varios minutos para respirar y prosiguió hasta que por fin llegó a su casa.

Su esposa conversaba en el salón con uno de los cuatros hijos del matrimonio. «¡Ay, pobre Afriquita! Tantos medicamentos, fisioterapia, reumatólogos… por la puñetera artrosis de rodillas. Y lo más probable es que termines en silla de ruedas. Si estoy haciendo esto es solo por ti», reflexionaba Raimundo al mismo tiempo que se mordía las uñas. A continuación, entró en la vivienda con el semblante nacarado como una luna llena, gotas de sudor en la frente y respirando de forma acelerada. Se quedó estático y esperó que fuera su hijo quien tomara la iniciativa de avanzar hacia él para abrazarle.

—Padre, te traigo este imán del viaje que hicimos Yasmina y yo a París para que lo pegues en el frigorífico con los demás —intervino sin mostrar ninguna pizca de afecto.

—Muchas gracias —respondieron al mismo tiempo ambos progenitores—. Tus hermanos también nos regalaron hace poco unos imanes de cada ciudad que visitaron… —añadió Raimundo agachando la cabeza—. Tenemos prisa. He de llevar a tu madre al médico.

Raimundo abrió la puerta con la intención de que su hijo se marchara pronto. Acto seguido fue a la cocina y se dio cuenta de que la puerta del refrigerador parecía estar a punto de descolgarse, por la cantidad de imanes que sus hijos les traían de sus viajes. Mientras pegaba el último —una imagen de la Torre Eiffel—, Raimundo no lograba cerrarla. Observó aquellos imanes adheridos al frontal y de pronto sintió que el interior de la nevera sería un lugar agradable para él. Un sitio donde esconderse de la realidad que le rodeaba: la enfermedad de Afriquita, el desapego de sus hijos o poner en peligro su reputación y libertad.

Los temores atormentaban a Raimundo. Lo único que tenía que hacer era acabar la misión. Meter en el frigo la bolsa de deporte. Confiar en que su vida fuese más cálida.

—¿No te gustaría viajar con tu mujer a cualquier lugar y ver mundo con vuestros ojos? —Oyó decir a uno de los imanes.

—¿Quién me ha hablado? —preguntó sobresaltado Raimundo.

—Somos los souvenirs de tu nevera. Queremos ayudarte.

—¡Ah! Sois vosotros. Ya no tengo fuerzas para hacer lo prometido al Grillo, y mi África va a peor — aseveró mientras se enjugaba las lágrimas con el puño de la camisa.

—No debes tener miedo. Sigue adelante con el plan.

—Afriquita se pasará el resto de sus días en una silla de ruedas —afirmó Raimundo a la vez que movía la cabeza en actitud negativa.

—Ahí tienes la razón para luchar. ¡No lo pienses más, hazlo!

—¡Qué coño! ¿Qué más voy a perder? —sentenció Raimundo adoptando una postura erguida pero relajada.

—¡¡¡Así se habla!!! —exclamaron todos los imanes.

Dos semanas más tarde, Raimundo debía hacer entrega de la bolsa de deporte al Largo. Quedaron en verse detrás del gimnasio, en la trastienda de una pastelería. En esta ocasión, Raimundo hizo el trayecto hacia el punto de encuentro menos alterado. Cuando llegó, la puerta aún estaba cerrada. Dio tres golpes en el cristal del escaparate y simuló un estornudo. —Era la contraseña—. Una vez dentro, el Largo cogió la mochila y la abrió. Tras un rato revisándola aseguró con tono serio:

—Parece que está todo. Muy bien, Rai. Te has portado. Me has quitado un peso de encima durante todo este tiempo. Ahí tienes los cuatro mil euros.

Al darse un corto apretón de manos, el Largo protestó:

—Joder, tío, tienes las manos como las de un muerto.

Raimundo no hizo ningún comentario, solo cogió el fajo de billetes y lo guardó en su chaqueta. Se quedó observando la gran cantidad de bolsitas blancas que había en la mochila de deporte. Se marchó sin más. Antes de cruzar la puerta de salida, le preguntó el Largo:

—¿No quieres saber cómo le llaman a lo que estabas guardando en tu nevera?

—No me importa para nada —respondió Raimundo encogiéndose de hombros.

—¡Hielo! Lo que había en la mochila te pone a cien, pero le llaman hielo —apostilló el Largo con una sonrisa sarcástica.

Raimundo decidió darle una sorpresa a Afriquita. No quiso contarle a dónde viajarían, pero sí las cosas que podrían hacer en el lugar de destino.

—Nos adentraremos en un glaciar, alucinaremos con un cielo multicolor y su magnetismo luminoso, estaremos rodeados de montañas de nieve, nos bañaremos en una laguna azul—dijo Raimundo con tanto entusiasmo como la primera vez que sus vidas se cruzaron.

No les dijeron nada a sus hijos ni pensaban hacerlo. Menos aún llevarles imanes para ponerlos en la nevera. En un momento dado, África torció el gesto al coger a Raimundo de la mano.

—Oye, Rai, ¿qué te pasa? Tienes las manos ardiendo.

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