Treinta horas de avión. Más de quince mil kilómetros. Tres meses. Y yo, con quince años, sola en las antípodas. Sumergida en una lengua extranjera, en el límite entre imponentes rascacielos y la naturaleza más salvaje de este planeta. Es el gran salto al vacío que cambió mi mundo entero.

¿Cómo describir tal experiencia? En pocas palabras, la rutina de lo anormal. Despertar en una casa desconocida y pasear sola por el bosque circundante a un campo de golf. Acostumbrarse a algunas apariciones serpenteantes por el asfalto al llegar a la parada del bus. Observar al mundo despertarse mientras se asoma el sol entre altos edificios de cristal junto a la costa, allá en el horizonte.

Podría hablar de bestias e insectos. Como las bandadas de pájaros de medio metro paseando por la ciudad, persiguiendo a turistas que todavía no saben que no es buena idea pasear con comida por la playa. O las peludas arañas que construyen sus redes entre las ramas de los árboles, o los perros salvajes que causan más pavor que cualquier tiburón. Pero ninguna de las magníficas y terroríficas criaturas del lugar causaron más impacto que mis experiencias.

Me dijeron que mi mundo se agrandaría, pero se equivocaron. El mundo a tantos kilómetros de distancia se hizo más pequeño. En una habitación me vi hablando en una lengua que no era la propia con habitantes de cada rincón del planeta. A mi lado una estudiante de arquitectura tailandesa. Enfrente un cocinero brasileño. En la mesa contigua una artesana de relojes suiza, por si el tópico no era suficiente. Junto a ella dos chicos coreanos que compartían el almuerzo con un estudiante ruso de mi edad, de quien me había hecho amiga el primer día. Quedar con todos ellos más tarde para comer en un restaurante japonés donde una compañera ha empezado a trabajar de camarera y, ni por un segundo, pensar en cuán singular resultaba la escena.

Mis hermanos, los introvertidos, comprenderán perfectamente el placer de perderse por la ciudad con los auriculares pegados a las orejas. Curiosear entre grupos de desconocidos y sentir la pequeña satisfacción de diferenciar a los turistas de los locales, como si yo misma no fuese forastera. Que mis piernas me lleven de un barrio a otro hasta encontrar una cafetería de imitación parisina o una zona de mercados con productos que, a mi parecer, eran de lo más exóticos. Sorprendida y encandilada por el resultado de una variada inmigración, desde Asia hasta América.

Todavía tarareo las canciones que escuché durante mis andanzas. Rememoro el sabor de las bolas de pulpo japonesas que probé allí por primera vez y compraba siempre que podía, de camino a la parada del bus. Cierro los ojos y vuelve a mí el murmuro del bosque al amanecer. En mi inglés se percibe el acento de un país que fue mi hogar por unos cortos meses. En mis estanterías descansan las fotos y figuras de mi visita, al igual que aún cuelga en mi cuello un diente de tiburón, los cuales abundan en los canales secos de la ciudad.

Cada día, cada comida, cada visita, cada hoguera en el patio, cada cumpleaños, cada una de las personas que me conectan con este basto mundo han dejado mella en mí.

Todo porque, a los quince años, di un temerario paso.

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