¿Los tintos de verano? ¿Los días interminables con noches blancas y carentes de nubes? O mi primer viaje al viejo continente, ¿qué será lo que me tiene aquí escribiendote?

Soy Estephania Báez, tengo veintinueve años, y si estás por comenzar a leerme espero poder sembrar una semillita en tí que te obligue a cumplir al menos uno de tus tantos sueños interrumpidos.

Estoy a unos cuantos meses de llegar al tercer piso y sí, lo confieso, estoy aterrada. De pequeña imaginaba unos exigentes treinta demandar madurez y estabilidad, creo que no estaba tan equivocada, así que por mas “cliché” que esto te suene, decidí hacer mi “bucket list” antes del tercer piso; para los que no sepan, es aquella lista con las cosas que quieres hacer antes de un determinado momento, así que decidí que serían mis casitrienta los culpables de mi próxima aventura.

Reflexioné ¿qué es algo que no me he atrevido hacer y que me daría mucho miedo? Viajar sola, Me respondí. Me cuestioné de nuevo ¿qué quiero hacer? Viajar a Europa. Ambas respuestas tenían algo en común, un viaje.

Contaba con tiempo. Tiempo, como lo añoraba. Tiempo, es ese valioso regalo del que no todo mundo dispone y del que yo había perdido el control desde que inicié con mi vida laboral hace más de una década. Un mes antes anunciaron un recorte en mi empresa del que fuí víctima, y utilizo el termino «víctima» porque en los cuentos son los que siempre se salen con la suya, la mía, sería un nuevo trabajo, y como sabía que lo conseguiría, prometí darme un descanso antes de ello.

Mi adicta al trabajo interna me obligó a hacer un pacto conmigo misma, irme sí, siempre y cuando me enriqueciera profesionalmente, fue así como llegué a la majestuosa Escuela de Escritores de Madrid para tomar el curso de verano en escritura creativa.

Así comenzó mi verano en una de las ciudades más cosmopolitas del mundo, sus históricas y pintorescas calles te permiten ser testigo de la fusión entre el viejo y el nuevo mundo, los policías a caballo a las afueras del Palacio Real te transportan a un cuento de hadas, pero en contraste, la modernidad del primer mundo del que tanto presumen los ciudadanos de la madre patria se hace presente hasta en el transporte público.

La Plaza del Sol, un punto de encuentro que no distingue raza, edad ni legalidad. El niño que brinca en un pie para caer de manera mesurada dentro de los recuadros de marmol que engalanan la plaza, el jóven que pide una caña bien fría en el bar de la esquina, los franceses que venden accesorios imitación cazan al turista que busca una buena foto para su Instagram, la mujer que de manera apresurada se arregla su falda negra de lapíz para tomar el metro que la deja a unas cuantas cuadras de su trabajo; todos en el mismo espacio con sonidos combinados entre murmullos, risas y una música que no logra distinguirse.

Ahí estaba yo, inspeccionaba los olores y sabores que me regalaba Madrid, observaba fijamente a cada uno, algunos atrapados en el quehacer diario: levantarte, trabajar, comer, dormir, repetir y yo, yo por primera vez dejaba la vida pasar.

Un poco nostálgica al estar en otro continente, sola, lejos de los míos, me topé con un mariachi que me permitió sentir casa, tararié algunas de las que no canto cuando estoy en mi México, pero me las sé desde niña.

Al seguir mi camino, me topé con un campamento feminista, con semanas establecidas en el centro de la plaza, algunos letreros leían “No significa No”. Me llamó la atención ver una pequeña libreta llena de anécdotas de mujeres españolas en donde han plasmado sus momentos más vulnerables, me uní al movimiento. La reportera que me habita le pidió una entrevista a Juana, quien estaba encargada del campamento.

El Barrio de las letras, uno de los lugares más místicos de la tierra, como si se comprara un pasaje a la época de oro de la literatura española, mientras que en mi curso en la Escuela de Escritores yo viajaba al escribir, como lo hago ahora.

El Parque del Retiro, una de las cartas de presentación de Madrid, que buenas memorias tendré después, Museo del Prado, gracias por existir y qué decir del Santiago Bernabeu, ningún turista se mostraría indiferente al contemplarlo sin importar la camiseta.

Yo me sentía en una película, y de mis favoritas, las chick flicks americanas, y ya que hablamos de mis favoritas, muy segura pedí una sangría en un bar de tapas que me pareció agradable, el cantinero me ofreció a cambio prepararme un tinto de verano ¿qué es? – pregunté inocente, no sabía en lo que me metía.

Los días pasaban y mis palabras perdían el respeto al proceso de pensar antes de hablar, no pedían permiso al salir de mi boca, yo hablaba con quien estuviese en mi camino, a fin de cuentas mi mismo idioma y si no, para algo había estudiado inglés. Conocí a una argentina, a una africana, una colombiana y un francés con quienes intercambié redes sociales en donde les llamas amigos a todos, así que en eso se convirtieron.

Caminaba para perderme y sí que lo hice, en lugar de tomar mi celular, tomé un mapa de papel, para olerlo y entenderlo, si me rendía me conectaba a wifi porque no me permití tener datos para no desprenderme de la realidad. Caminaba a la escuela a tres cuadras de mi hotel, mi canción de fondo «Dreams» de Fleetwood Mac, siempre hay un soundtrack en cada viaje, ese fue el mío.

Sin fotografías, las imágenes mentales se quedan guardadas en la memoria. Me perdí, me encontré y me reencontré.

Me enamoré de viajar fisicamente pero también de viajar hacia la introspección, ese viaje que no cuesta, se puede hacer desde casa pero no lo hacemos al estar atrapados en el ajetreo implementado por quiensabequien.

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