Ese viaje no te dará la felicidad.

Lo sé, madre, pero tengo que ir.

Y me fui a Asterdam, y después a París y desde allí en tren hasta Arlés. En todos aquellos lugares donde había vivido y pintado Van Gogh. Fui solo porque no podía acompañarme la única persona que hubiera querido que viniera conmigo. Fui solo, como el loco del pelo rojo, pero llevaba los recuerdos. Ya saben, es imposible callarlos, como escribió el otro. Si no, ¿qué hacer con ellos? Siempre van con nosotros, en nuestro equipaje, y no es posible abandonarlos en cualquier estación o aeropuerto.

Entonces viajabamos a menudo los dos juntos, aunque será mejor decir que yo le acompañaba en sus viajes, como traductor, como asistente, como hijo, tal vez. Recuerdo que alquilabamos un coche nada más llegar a la ciudad y después de entregar su trabajo, recorríamos sus calles, a la deriva, hasta que la noche o el hambre nos sacaba del asombro, de las luces repetidas y los monumentos revisitados. Nunca nos quedabamos más del tiempo necesario, de manera que el amanecer nos llevaba de vuelta a casa, a su taller, a mis estudios de historia del arte, a la espera de un nuevo viaje.

Una mañana de infancia entré intempestivamente en su dormitorio, y los encontré en silencio escuchando en aquel transistor rojo la historia que hablaba del pintor holandés. Alguien le contaba a su hermano de sus pinturas, de su pasión sin disimulo, de sus carencias, y le pedía algunos francos para telas, tubos de óleo, aceites. Escucha, me dijo, son las Cartas a Theo, algún día iremos a visitar la casa amarilla.

Y aunque ya no existe (fue bombardeada en 1944), me detengo en la Plaza Lamartine y escucho a Vincent: “Mi casa aquí está pintada por fuera de un amarillo manteca y las contraventanas son de un verde fuerte. Está situada a pleno sol, en una plaza donde también hay un parque verde con plátanos, adelfas y acacias. Por dentro todas las paredes están blanqueadas y el suelo es de baldosas rojas. Por encima, el cielo de un azul intenso. En esta casa puedo verdaderamente vivir, respirar, reflexionar y pintar.

¿Sabes que lo primero que pedía a su hermano eran pinturas para sus amarillos?

Aquella casa grande de la infancia también estaba cercada de amarillo. A las afueras del pueblo, ya en la eras, donde el trigo cegaba el horizonte. El taller olía a polvo de compresor, a aguarrás, a esas mezclas que buscaban dar con la pátina perfecta. Y el sonido vidrioso de aquel transistor, que emitía tan pronto un adagio de Albinoni como una copla (todavía se me escapa una lágrima si escucho a Mairena).

Es seguro que fue feliz aquí, en Arlés, donde pintó más de 300 cuadros, siempre obsesionado con ese color que lo inunda todo. Ya sean sus cuadros de girasoles o sus paisajes, el amarillo lo anega y lo enmarca en una extraña alegría. ¿La de la locura? No, no es eso. “Me centro en el sol y en la luz del sol”- le escribía a Theo. Y se quejaba de la impotencia de no transmitir fielmente esa luz.

Pienso que alguien debería hacer un estudio sentimental de los colores, de lo que influyen en nuestras vidas, mientras llego al Café La Nuit en la Plazo Du Forum. Me siento en su terraza y te convoco: “En mi cuadro del café nocturno he tratado de expresar que el café es un sitio donde uno puede arruinarse, volverse loco y cometer crímenes. Mediante la contraposición de un rosapálido, un rojo sangre y un rojo vino, y de un suave verde veronés y un Luis XV en abierto contraste con los tonos amarillo verdosos y los duros verdesazulados -todo en la atmósfera infernal de un horno al rojo vivo y de un pálido amarillo de azufre- he querido transmitir el sombrÍo poder de una taberna”.

Había un rosal en la casa paterna, rojo sobre verde, al lado de la piscina. Era verano y olía a un rojo intenso, ahora sé, y a hierbabuena recién regada. Me veo arrodillado en las losetas que hay junto a la entrada, recortando el césped. Yo también pinto y escribo. Me has regalado El rayo que no cesa. Lo que más deseo de ti son abrazos verdes. Paseos nocturnos con Linda, una perra loba, por las eras.

Visito el patio del hospital de Arlés, hoy centro cultural Van Gogh. “Ya no me atrevo a pedirles a otros pintores que vengan aquí después de lo que me ha ocurrido; arriesgan perder la razón, como me ha pasado a mí”, escribe a su hermano en febrero de 1889.

¿También tú perdiste la razón? Se canta lo que se pierde. Lo siento, no pude acompañarte y sólo una llamada – no sé por qué – esperada, nos convocó a los dos, después de tantos años, a un último viaje.

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