Aquí estoy una vez más, preguntándome por el amor… El primordial, fundante, el de nuestros padres.

Al nacer absorbemos los primeros destellos de este amor… aunque resulta imposible que sea en estado puro ya que los juicios y expectativas toman la delantera. Los flamantes padres, así, comparten una y otra vez sus sentimientos más profundos hacia sus hijos recién nacidos, sin saber que en cada paso comienzan a definir un ser, que luego reproducirá un cierto mandato.

Cuando nacemos nos hacen entrega del primer regalo – el quizás más inconsciente de todos – nuestra primera MOCHILA. Ella, envuelta en papel de regalo, con un hermoso moño blanco, es la que nos acompañará el resto de nuestra vida. Esa mochila viene vacía, y los primeros momentos se llena de ese amor fundante, claro que también necesario para el bebé debido a su fragilidad y dependencia. Poco a poco, el pequeño comienza a descubrir el mundo y su contexto más cercano, experimentando con sus cinco sentidos todo lo que acontece a su alrededor.

Por ese tiempo, comienzan a sumarse a la mochila nuevos mecanismos: capacidad de espera, tolerancia a la frustración, un poco más de amor -diferente ya- y claro, los primeros juguetes. Seguramente aquellos que los padres hubieran querido tener cuando eran niños. Por ende, también se suman a la mochila, poquito a poco, las primeras expectativas y los miedos en este descubrimiento del mundo. Cuando el niño se introduce en el lenguaje, la mochila vuelve a ser protagonista otra vez. Aquí comienza a expresar verbalmente su contacto con el entorno y los adultos por su parte, le cuentan sobre sus experiencias en ese contacto…queriendo librarlos de todo mal, mintiendo muchas veces para “no hacer daño”, sumando a esa mochilita sus frustraciones y más miedos, como así también, las experiencias de sus abuelos, tíos, hermanos, buscando parecidos y generando identificaciones innecesarias. Digo innecesarias, porque a ese niño ya se le coharta la libertad de ser diferente «a». En este punto, es el deseo quien se vuelve protagonista, en tanto se suman a la mochila los deseos de sus padres y adultos significativos. En este proceso, el niño sigue creciendo y en la relación con sus pares, aprende que cada situación que se le presenta y emociones que ellas generan, también les suceden a sus amigos, generando así la empatía y la comprensión en la paridad. Ya en la adolescencia, se produce el gran “peso” en la mochila y se le deben poner rueditas porque la columna no lo soportaría. En ese momento del ciclo vital es cuando el niño, ya adoleciendo, abre por primera vez sólo esa mochila y comienza a cuestionar qué lleva adentro… Le está pesando e identifica que hay cosas que no le pertenecen. Así es, que cuando pone su mochila en la mesa, junto a sus padres, comienza a cuestionar lo que lleva dentro, y para sorpresa de ellos, les expresa que elementos desea cargar, y cuáles no. En este devenir, comienzan los grandes conflictos, ya que los padres inconcientemente no desean que el adolescente quite cosas de ellos de su mochila, y eso es llamado “rebeldía”. Momento crucial para la vida, en donde hay dos caminos por tomar: o cargan con el peso de sus adultos, o llenan su mochila con experiencias que vivieron como propias y otras que experimentarán durante su propio viaje. Y para tomar esta decisión, es crucial el comportamiento de los adultos, jugando un papel muy importante aquí el sentimiento de culpa. Así, cuando los padres, llenan de culpa a aquel que busca salir al mundo con sus propias elecciones y sentimientos, este ser comienza a sentir que su mochila, incluso con rueditas, ya es prácticamente inmanejable. Y los padres claro, no lo hacen con malas intenciones, aunque soltar a su hijo implica soportar ser dueños de su vida otra vez, y “abrir” sus propias mochilas, teniendo que cuestionar lo que llevan dentro en este viaje de la vida…

.Carolina.

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