El Mundo De Los Otros

El Mundo De Los Otros

Picky A.

10/08/2018

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A lo que está de moda, todo el mundo se acomoda.

A la gente rica, todo el mundo la reivindica.

Adorar al sol que nace, todo el mundo lo hace,

¡Ríete de todo lo de aquí abajo, y manda el mundo al carajo!

La calle Florida guardaba ¡tantas historias!, que fue lo primero que Romina pensó en visitar, una vez que arribó a la capital federal, luego de su largo viaje en tren procedente de su olvidado pueblito, ubicado al pie de las sierras de Córdoba, donde todo era silencio, simpleza, tranquilidad y especialmente pobreza…

Su adrenalina iba a mil. Estaba emocionada por encontrarse en la urbe que era Buenos Aires. Se sentía atraída; por su infernal ruido; por el aroma a cultura escapado de floridos canteros y coloridas casitas del paseo «Caminito del Barrio de la Boca»; por la «Coqueta Puerto Madero» –sus calles llevaban nombres de mujeres famosas de la historia-; por el «Puente de la Mujer» –obra en cemento evocando una pareja bailando tango, que abre y cierra las aguas-…

Solo deseaba ubicarse pronto para luego salir a conocer lo que tantas veces había visto en revistas: «lugares que su alocada imaginación fue tejiendo en forma de fotos y vivencias mentales inusitadas…».

Se alegró de encontrar un lugar sencillo-acorde a su economía-, para alojarse. Era una pequeña pensión -de las llamadas: “conventillos”, ocupados por los otrora inmigrantes europeos, llegados allá por los años 20s para “hacerse la América”-. Sus abuelos fueron parte de ese «colectivo humano» que arribó al puerto luego de cincuenta días de viaje en barco, huyendo de la 1era Guerra Mundial y de una Europa devastada, desde lo económico y que pocas oportunidades ofrecía a un grupo de gente, en muchos lugares, considerado: «descartable».

Argentina – Crisol de Razas-, les abrió las puertas. Así…, los inmigrantes unidos al criollo y al originario -colonizados en 1492-, sentaron las bases de una nueva raza teñida de mestizaje del bueno.

¡Cuántas historias le habían contado sus abuelos! ¡Cuánto acerca de su viaje desde el viejo continente!. Pensar en ellos, le llenaba los ojos de sus recuerdos y anécdotas sobre; la travesía; los primeros meses en Buenos Aires; los barrios coquetos; el folklore; los señores de abolengo; la riqueza cultural.

Y muy especialmente sobre; la emblemática Peatonal Florida.

Quizás todo ese bagaje absorbido desde niña, la llevó a soñar con conocerla algún día. Habían pasado cuarenta años…

Una vez tirados los bultos sobre la cama, luego de arreglarse el cabello con las manos, pasando el dentífrico con sus dedos en los dientes, partió presurosa rumbo a la peatonal.

La calle de la gente linda.

De la gente rica.

De los gentleman.

De los empresarios.

De las secretarias.

De los banqueros.

De las damas de la rancia sociedad porteña.

De los extranjeros.

De la música callejera.

Del tango de salón.

De los sonidos a violines emanados del teatro Colón.

¡Estaba feliz!

¡Basta de mirar fotos en revistas y leer solo artículos!

Finalmente: ¡había cumplido su sueño!

Caminó emocionada desde la Plaza San Martín –allí comenzaba el famoso e histriónico paseo peatonal-, mirando vidrieras y absorbiendo como hiena hambrienta todo a su paso.

De pronto se dio cuenta que era demasiado temprano. Y, la gente que iba encontrando al andar era diferente a la esperada…Diferente a las fotos que engalanaban los diarios y revistas sociales porteñas.

En la calle Florida, también habitaba otra gente…

Esa que comenzaba a levantarse y a juntar sus “trastos viejos» (cartones, papeles de diarios, cacharros y frazadas rotas y malolientes).

Gente de cara sucia.

Gente barbuda y desprolija.

Gente mal vestida y de sonrisa triste.

Gente hambrienta.

Un colectivo de gente solitaria simplemente acompañada por un perro raído e tan indigente como el resto.

En las noches, los canes y «otras clases de gentes» usaban la “coqueta peatonal” para pernoctar. No tenían adonde ir. A su paso encontró a muchas personas que dormían en la calle aprovechando la entrada de un cajero automático, un banco, un negocio, un alero, la base de un monumento, o lo que fuese que las hiciera sentir más protegidas. Lugares que parecía habían adoptado como su hogar.

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Cada uno tenía su sitio. Ocuparlo era una usurpación. Las reglas de convivencia de la calle se respetaban. Había códigos entre los inquilinos.

A esa hora de la madrugada, los personajes de la noche poco a poco se iban perdiendo de vista arrastrando sus desgracias y miserias acompañados tan solo por el ladrido de los perros vagabundos, mientras los del día comenzaban a llegar con sus bolsos de felicidad.

Durante el día, el conjunto humano Vip, se agolpaba en las puertas de los bancos, las galerías, los negocios, los cines, los teatros y las casas de alta costura. El intercambio siempre era el mismo. La rutina no cambiaba.

Los primeros en aparecer eran los camiones recolectores de basura, los barrenderos y los que se ocupaban de la limpieza de calles y locales.

Mientras la ciudad toda despertaba, se escuchaba el sonido de la escoba de alambre o paja que los encargados de la limpieza raspaban sobre los rústicos adoquines, acompañados de chorros de agua que brotaban potentes de grandes mangueras parecidas a las de los bomberos. Toda esa fuerza arrastraba la mugre de la noche. Las caras de los trabajadores lucían fastidiosas y asqueadas. Sabían que cada nuevo día, la rutina era limpiar la misma mierda dejada por el colectivo de los otros.

Las únicas sonrisas vacuas, pero perfectas, eran las de los maniquíes que escrutaban con ojos inertes y fríos a los trabajadores y transeúntes desde sus escaparates.

De cuerpos plantados derechos y firmes. De vestimenta elegante/urbana. De cabezas peladas descubiertas o abrigadas con un fino sombrero. De poses desenfadadas.

Imagen relacionadaMuñecos que, como estatuas vivientes indiferentes:

No hablaban.

No tenían frío.

No sufrían calor.

No pasaban hambre.

No trabajaban.

No sufrían.

No nada…

Solo observaban estáticos desde sus lugares cómodos: “el mundo de los otros”.

¡Muñecos de mierda!

¡Viaje de mierda!


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