Me cansé de todo: de ver las mismas caras y escuchar las mismas voces todos los días, de tener la misma rutina siempre y de no poder hacer nada al respecto. Me peleaba constantemente con las personas que formaban parte de mi vida cotidiana. Vivía en una ciudad, abrumada por el tráfico y por la cantidad de gente. Esperé hasta tener edad para manejar y poder poner en marcha mi plan. Una noche, el día después de haber sacado el registro, dejé una carta sobre la mesa de la cocina que decía: «me voy un tiempo, no me esperen». Agarré un bolso con un poco de ropa y comida, robé las llaves del auto y comencé mi viaje.

Necesitaba encontrarme a mí misma en algún lugar. Mi cabeza era un remolino de emociones desconectadas unas de otras. Estaba deprimida y sola la mayoría del tiempo. Sentía que lo único que sabía de mí, era mi nombre. Nadie podía entenderme; ni un millón de psicólogos, ni mis amigos o familia. Ni siquiera yo podía comprender qué me pasaba. No tenía motivos para estar triste todo el tiempo, pero sin embargo lo estaba.

Prendí la radio dispuesta a cantar todo el camino. Aunque no tenía mapa, por alguna razón había dejado de sentirme perdida. Decidí simplemente dejarme llevar. Partí de Buenos Aires Capital, crucé el desierto, cuyos caminos rectos y calurosos me aburrían, y llegué a la Patagonia. Jamás había visto un lugar como este. Las montañas anaranjadas cubiertas por una manta de árboles, los caminos llenos de curvas que suben y bajan, la gran variedad de plantas y animales, y el silencio del bosque lograron llenar ese vacío que había dentro mio. Podía verme viviendo en un lugar como este, donde no me cansaría nunca del paisaje. No contuve la sonrisa, había encontrado mi lugar.

Llegué a la ciudad más próxima a la Cordillera de los Andes. Era un lugar pequeño, rodeado de montañas y lagos. A pesar de ser otoño, en la punta del cerro se distinguía la blanca nieve. Estaba considerando seriamente quedarme a vivir en aquel lugar que, solo con verlo, me enamoró por completo.

Me encontraba sentada a orillas del lago cuando una niña de 8 años se acercó a hablarme. Me contó historias maravillosas y experiencias propias que tuvo en este pueblo. Le pregunté qué era lo que más le gustaba de vivir en un lugar como este. Se le iluminaron los ojos al decirme «la Ruta de los Siete Lagos». Sin dudarlo me subí a mi auto y me dirigí hacia esa ruta. Era magnífica, nunca había sentido tanta paz y seguridad al mismo tiempo. Cada lago que vi tenía una característica en particular que lo hacía único. Manejé por horas hasta que llegué a otro pueblo.

Este era muy distinto al anterior: era espeluznante. La gente caminaba por la vereda con las miradas frías y las caras pálidas. El paisaje era distinto, se sentía oscuro. Los árboles no tenían ni una sola hoja, y los grandes pájaros gritaban sin cesar. Un escalofrío me recorrió el cuerpo de pies a cabeza. Impaciente por la incomodidad que me generaba este pueblo, dí marcha atrás dispuesta a pegar la vuelta. Pero no fue posible; mi auto se había quedado estancado en una calle de barro. Respiré hondo y pensé: «llegaste más lejos de lo que podías imaginar, encontraste el lugar perfecto, no te rindas ahora». Bajé y comencé a empujar con todas mis fuerzas. Nunca había estado tan desesperada por irme, ni siquiera en mi antiguo hogar. Todos me miraban fijo, pero nadie se acercó a ayudarme.

Cuando el auto se puso en marcha, apreté el acelerador a fondo. Quería regresar al primer pueblo. No había notado que las lágrimas me acariciaban las mejillas. ¿Por qué estaba tan abrumada? Llegué a la armoniosa ruta llena de vida. Cerré los ojos y me concentré en mi meta.

De repente, escuchó un fuerte golpe. Tenía el intenso deseo de abrir los ojos pero no pudo. Su pecho comenzó a arder, el cinturón le apretaba las costillas y le costaba trabajo respirar. El auto daba vueltas y su cabeza se golpeaba constantemente. Un grito se despegó de su boca. Para el momento que se dió cuenta que había tenido un accidente, ya era demasiado tarde para reaccionar. El cuerpo adolorido no le permitía seguir luchando. Sus pulmones se rindieron, y el corazón le dejó de latir. Tomó conciencia de que aquel había sido su último viaje, un viaje lleno de nuevas experiencias, y dibujó en su rostro una amplia sonrisa.

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