El café hirvió con el lento gorigori que anuncia el principio del fin. Martha mojó un peine en el fregadero y se atusó la permanente gris. Salió de la cocina con la jarra de café en una de las manos y buscó un par de tazas de desayuno en la alacena del comedor. La impresión de las tazas mostraba el cartel en blanco y marrón de la ruta: “Kansas US 66”.

—Cariño, ¿quieres mermelada o beicon?

El sonido de la ducha. Martha se encogió de hombros y echó un vistazo al comedor de estilo colonial, un mix entre hogar y tienda de souvenirs: la mesa de roble americano, las sillas apiladas en una esquina por falta de espacio, las paredes garabateadas con miles de firmas. En los huecos, montañas de catálogos, cupones y panfletos que llevaba treinta años metiéndole a los turistas en el bolsillo.

Sirvió café en las tazas.

Un portazo en la entrada.

Se dio media vuelta; se le escapó la jarra de entre las manos.

No abrimos hasta las ocho, trató de pronunciar.

Pero Sawyer, nuestro protagonista, el hombre rubio con peinado undercut, con camisa de cuadros blancos y negros y jeans rotos, sacó una Glock 43 —de esas para pistoleros vagos— y le disparó una bala contra la tráquea.

—¿Sabes, Peggy Sue? —dice, dirigiéndose a unos pasos lentos que le vienen detrás. —Kansas es un suspiro en la Ruta. Un suspiro acelerado, nervioso, un suspiro que se pierde entre las calles de un western. Trece millas, nena. Trece. No hay tiempo para recordar nada entre Galena y Baxter Springs y, sin embargo, hay lugares que se te incrustan en la retina con la precisión de un fusil M40.

El agua de la ducha ha dejado de salir.

Peggy Sue aparece por fin tras Sawyer. Es la jodida Bettie Page. Figura de reloj de arena, piernas de escándalo que asoman bajo el vestido negro con flores y botas militares que no se entienden en esos pies. En el flequillo un corte recto y desfilado, y la melena negra en cascada que se recoge con mimo cuando una sexagenaria sale del baño embutida en una toalla blanca de algodón.

—¡Oh, Dios! ¡Martha!

La vieja se abraza al cadáver. Las lágrimas de rabia se le mezclan con insultos que nacen de sus labios secos y agrietados en las comisuras; Peggy Sue dispara. La sexagenaria se muere sin tan siquiera un soplido; la toalla se va a deslizar por las caderas al no poder absorber más sangre, y enseguida mostrará la celulitis del culo y los pliegues de grasa que empezaban a acumularse en la cintura.

—Vamos a buscar el efectivo, preciosa.

Sawyer pasa una pierna por encima de las viejas y luego la otra. Abre los cajones del secreter, revienta el cristal de un aparador con entradas y descuentos, tira dos docenas de libros contra el suelo. La mirada aséptica, de veterano. Peggy Sue se ha escurrido a la habitación de matrimonio; vuelve con los bolsos, unos pendientes, un reloj de oro.

—Ahora viene lo mejor, nena. Ahora nos convertimos en nómadas. Ahora llega esa extraña recta que, cuando menos te lo esperas, se curva en gris y asciende, y asciende, y te enseña que no existe nada más irreal que segmentar los estados en un mapa geopolítico. ¡La naturaleza no entiende de fronteras, Peggy Sue!

—Que se jodan las fronteras.

Sawyer coge una de las tazas de café. Sorbe, porque todavía está caliente. Se lleva un gesto pensativo hasta la cocina y abre el frigorífico: ahí están los ahorros de toda una vida, congelados entre verduras y pechugas de pollo.

—Hay que largarse, nene —dice Peggy Sue. Qué mona ella.

—Todavía no. —El muy cabrón sonríe. —¡Falta una cosa!

Coge la mano del cadáver de la mujer desnuda como si quisiera sacarla a bailar y estira. El cuerpo queda boca arriba. Sawyer presenta las palmas de sus manos frente a la muerte y suma un gesto de certidumbre.

—Rasurado… Suerte que no hemos apostado esos cien pavos.

—Sí lo hicimos. —Ahora ella ríe entre dientes, risueña.

Sawyer y Peggy Sue salen a la calle mayor. El sol todavía está bajo. Ambos miran a su derecha: hay un dinner acristalado frente al que alguien ha aparcado una pickup, un camión de bomberos y una vieja grúa, y los tres vehículos tienen ojos de cartulina tras las lunas en homenaje a aquella famosa película de animación.

La carretera vacía.

La policía llega con retraso.

Vagos de mierda.

—Si hubiese sido lunes, podríamos haber desayunado ahí, Peggy Sue. Es un sitio famoso, ¿sabes? Pero bueno, habrá más sitios después, y más famosos. Piensa que la Ruta 66 también te tiene preparados matices agridulces y morros arrugados.

—Hay que largarse, cariño. —Peggy Sue juguetea con una Desert Eagle con el seguro puesto.

Ya se escuchan las sirenas a lo lejos.

Sawyer abre la puerta del Jeep Grand Cherokee; Peggy Sue da la vuelta al coche acariciando el capó gris repleto de abolladuras. El diésel de las arterias se inyecta en la cámara de combustión; el todoterreno ruge.

—En pocos sitios el cambio de fronteras es tan seductor como en Kansas, pequeña. Aquí la hierba se decolora, la carretera envejece, el pavimento se resquebraja un poco más…

Un pitbull marrón se ha sentado delante del vehículo. Su mirada es seria y profunda. Varios todoterrenos suben por el este con el amanecer. Sawyer da gas hacia el oeste, y no fija la vista en la Mother Road, sino en los cartelones antiguos, las fachadas blancas con listones de madera reseca, los porches y los cubos metálicos, y hasta en la arena fina que pisoteaban las herraduras de los caballos camino a Kansas City. El Jeep arrolla al perro y lo destroza por dentro y por fuera. El ulular del animal apenas llega a los oídos de los fugitivos. Sawyer apoya el perfil del arma en el quicio de la ventana; Peggy Sue también.

—¿Dónde vamos?

—A California, nena. A California.

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