Un viaje en moto no es un viaje cualquiera.

Se vive la carretera, se la respira; el polvo entra en los poros no cubiertos por la chupa de cuero y los vaqueros reforzados. Cada kilómetro es sacrificio e incluso sufrimiento cuando el calor o el frío son excesivos. Y todo por la recompensa efímera del viento en la porción de cara que deja libre la visera subida.

Estaba aleccionada en las glorias de semejante periplo -producto de cientos de conversaciones monotemáticas- cuando Martín, con su sonrisa de anuncio de Coca-Cola, me propuso pasar las vacaciones a bordo de su Harley Fat Bob. Acepté de inmediato y puse mentalmente de lado las minifaldas y los tacones.

Salimos de Madrid a primera hora de la mañana, para evitar el sol que azotaba la ciudad, en unos de los veranos más largos de la historia patria. A mí esto me dio un poco de lástima, porque me hubiera gustado que Martín pasara a recogerme al trabajo para que mis compañeras se muriesen de envidia: él se quitaría el casco y ellas babearían delante de esos ojos verdes que me hacían olvidarlo todo, incluso que usaba mondadientes después de las comidas.

Al entrar en Castilla y León, el aire se hizo más ligero, como si el bochorno se hubiera compactado y hubiese caído al suelo dejando charcos de partículas relucientes, las mismas que espolvorean las alas de Campanilla. Después de una parada por la zona de Babia -lugar que, según mis antiguos profesores, yo visitaba a menudo-, nos dirigimos a Ourense donde su catedral nos acogió en un abrazo de piedras blancas. De ahí, pasamos a Santiago de Compostela, cruzamos su plaza repleta de almas caminantes y fuimos a A Coruña donde la torre nos esperaba con toda su belleza hercúlea. En esta ciudad empezó la experiencia que toda persona debería hacer al menos una vez en la vida: el recorrido de la Costa da Morte. Descendíamos lentamente y disfrutábamos de la alternancia de curvas suaves y estrechas, de pinos y acebos, de herba de namorar y breixo. Nos parábamos en sus calas de arena caliente y agua helada y, en Finisterre, nos prometimos la eternidad con los oídos fustigados por el rugido del océano.

Un viaje en moto no es un viaje cualquiera y llega a ser místico cuando se recorre Galicia (Martín dixit).

De manera bastante menos mística, nos amábamos en cada balneario, parador o posada de mala muerte a la que llegásemos. No nos daba casi tiempo a quitarnos las botas y nos echábamos a la cama, sin ni siquiera sacudirnos el polvo de encima, como si quisiésemos que la carretera fuera testigo de nuestra pasión. Nos bebíamos la piel con una urgencia comparable sólo con la que, a la mañana siguiente, subíamos a la moto para continuar la búsqueda del rincón más pintoresco, de las vistas más sobrecogedoras. El tiempo era clemente y sólo llovía una lluvia gentil que nos acariciaba las manos enfundadas en los mitones, las mías fuertemente ancladas en su cintura esbelta o apoyadas en sus muslos poderosos; parecía que también el clima estuviera de nuestra parte y nos acompañase a otro alojamiento para que, a menudo sumergidos en olor a sábanas limpias y ramilletes de lavanda, volviéramos a descubrirnos con la misma curiosidad y entrega de la noche anterior.

Ya de vuelta, de Vigo a Monforte de Lemos, empezamos a notar el cansancio, pero seguíamos intercambiando sonrisas bañadas en destellos de las sinuosidades del Sil.

Cuando entramos de nuevo en Castilla, la naturaleza, que tanto alivio nos había dado en la ida, nos pareció áspera y polvorienta, casi hostil en su sobriedad. En Valladolid, no supimos apreciar sus reclamos más gozosos: la tienda de Harley-Davidson para Martín y la Playa de las Moreras para mí. Esa noche nos peleamos por el derecho a ducharnos primero y nos fuimos a la cama sin tocarnos. Al otro día bajamos a Tordesillas, llegamos al hotel, aparcamos y fuimos a cenar a la Plaza Mayor. Era domingo y la gente a nuestro alrededor iba engalanada. Parecía que se conocieran todos entre ellos porque se paraban para saludarse y mantener conversaciones tan animadas como inanes. Miraba a las chicas -que lucían piernas y hombros al aire, que se contoneaban encima de altas sandalias- con una sana envidia. No, no nos engañemos: la envidia sana no existe o, si existe, no era la mía; ansiaba deshacerme de los vaqueros y dejar mis piernas libres de lucirse como lo hacían las tordesillanas a quienes no tenía nada que envidiar.

Cuando nos aproximamos a Madrid, una ola de calor -¡cómo no!- hacía estragos en la ciudad. El casco se había convertido en una mezcla entre la parte superior de la doncella de hierro y un microondas de última generación. No he sido nunca muy devota, pero juro que, en la incorporación a la AP-6, vi a la Virgen María vibrando rodeada de los vahos que salían del asfalto. Me decía a mí misma: «¡Ánimo, Martita! Unos pocos kilómetros y ya estarás en tu puta casa en el puto centro de esta puta ciudad». Mientras tanto, luchaba con las gotas de sudor que me impedían ver bien y tenía la incómoda sensación de que la Virgen nos estaba siguiendo.

Nos metimos en la Gran Vía que, a pesar de ser agosto o quizás por estar a finales de él, estaba a tope. «Puta hora punta…». A Martín se le ocurrió la idea de hacer una chicane entre los coches parados frente a un semáforo en rojo. Hacer eso con una Fat Bob es una idea suicida y, de hecho, nos empotramos contra un Lexus negro. Martín se catapultó con toda la fuerza propulsiva de la mujer cañón y yo quedé atrapada debajo de la moto. El conductor del Lexus bajó para socorrerme mientras Martín, ya de pie, corría hacia mí exclamando:

—¡Mi moto! ¡Mi moto!

A la semana, rompí con él y empecé a salir con el del Lexus.

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