Ariadna dejó el ejemplar que sostenía entre sus manos, sobre sus muslos, en una grácil caricia, al tiempo que desviaba su atención al exterior de un gran ventanal. No sabía hablar japonés, apenas podía pronunciar decentemente el inglés, algo que tampoco la ayudaba en la situación a la que se había empujado. Su minúscula habitación en aquel mangakissa, la asfixiaba, la única escapatoria a su funesta realidad. El reflejo que le devolvía el vidrio, no era otro, que el de una mirada vacía, sin sentimiento alguno. Se empezaba a plantear el motivo de su huida, ¿podría llamarse instinto de supervivencia, aunque no fuera precisamente su humanidad lo que se estaba desvaneciendo?. La dicotomía entre la tersa piel de sus mejillas y lo secos que estaban sus labios, pareciendo dos pétalos de rosa secos, era bella a su manera. La palidez de su rostro, acentuaba el violeta bajo sus ojos, y contrastaba a su vez con el rojo intenso de sus labios. Sus cabellos color azabache de posaban con dulzura, haciendo bucles sobre sus afilados pómulos.

Las luces de Kabukicho, el barrio donde se hospedaba, hacían de aquel cristal un lienzo sobre el que se dibujaba el interior de la estancia, oscura al ser ya más de la media noche, tan solo iluminada tenuemente por varios apliques desperdigados por la sala de lectura. Dispuesta de ventanales, y en una situación más que privilegiada, se podía ver la ciudad de Tokyo, en su amplitud. Las luces de neón que caían sobre el perfil de nuestra protagonista, también era el billete de ida al mundo de las sobras. La imagen desde aquel ventanal era de lo más subjetiva. La sordidez de sus calles podría hacer tambalear el concepto de belleza; para algunos repulsiva, pero para Ariadna, era interesante observar tal ajetreo de gente; muchachas ligeras de ropa dando panfletos a hombres trajeados, locales de alterne tan ruidosos, que los ecos de su bullicio, no solo traspasaban la fina capa que la separaba de aquellas escenas, que apostaría que en su habitación también se intuían, jóvenes que andaban como esquivando constantemente algo, haciendo eses a su paso, que salían de un pub para meterse en el siguiente, como si del juego de la oca se tratase y de casilla en casilla tuvieran que ir…

Tan solo contemplaba la noche de Tokyo como un lugar nuevo donde refugiarse. La historia de cómo ha llegado hasta ahí, no es de nuestra incumbencia. La gente suele preocuparse por el principio o final de una obra, el camino que le de a entender la profundidad del personaje. Ariadna, disfrutaba de su burbuja de paz a pesar de las dificultades, a pesar del ajetreo al otro lado del cristal. En ese momento, no importaba lo que viniera mañana ni lo que la había traído hasta allí.

Ese aura de silencio, en contadas ocasiones, se veía interrumpido por el pitido de la maquina de refrescos. Cierto, más gente vivía allí. Desvió su atención al chico que esperaba su bebida frente al aparato, que se encontraba al otro lado de la estancia, más allá de las estanterías y los sillones allí dispuestos contra las paredes. Era la primera persona que veía en horas. Si, llevaba horas con aquel manga entre sus manos, sin entender nada de lo que aquellos símbolos querían decir, como justificación para observar la bulliciosa urbe. El hombre, de sudadera ancha y pantalones cortos, le devolvió la mirada sin más. La palabra más cercana a describir su expresión era tristeza; era como un lienzo en blanco para un ilustrador: ojos rasgados, labios cerrados, simplemente como si durmiera sin plegar los párpados. Volvió la vista a su lata nada más caer, pero no por mucho tiempo, sus pupilas volvieron a cruzarse con las de Ariadna. Parecía una especie de bebida energética, pero estaba en Japonés como es obvio, así que solo eran suposiciones.

Se acercó con paso tranquilo, y extendió su mano, ofrenciéndole la bebida. La chica, atónita, parpadeó un par de veces antes de tomarla con ambas manos.

-A…arigato -Era de las pocas palabras que sabía decir en el idioma.

Agachó la cabeza en señal de agradecimiento, y la volvió a elevar al escuchar los pasos del chico alejarse. No entendía el por qué de ese gesto, nunca se habían visto antes. Miró la anilla de la lata antes de abrirla despacio, inundando toda la sala del húmedo sonido, recordando las facciones del muchacho en ese intercambio de miradas. Le dio la sensación de que también estaba perdido de alguna forma. La vida no es fácil, concluyó mentalmente.

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