Preludio para las bicicletas

Preludio para las bicicletas

Pepe

23/08/2018

Pocos viajes he realizado en mi vida, y por eso, supongo, les guardo tanto recuerdo y cariño a cada una de mis migraciones espontáneas y esporádicas.

Entre mis patéticas y aventuradas están mis viajes a la Antigua Guatemala como indocumentado; a Tapachula y Ciudad Hidalgo como comerciante; a Palenque, Ciudad de México y Puebla como turista; a Oaxaca, más específicamente a Tamazulapan y Tuxtepec, y Coatzacualcos de Veracruz por motivos familiares; y viajes cotidianos a pueblos y ciudades muy cerquita de mi gentilicio local. Nada envidiable.

Pero entre todo ese navegado desordenado, existe una ciudad que he visitado tantas veces, en tantos momentos, vivido y sentido como ninguna otra, que cuantitativamente sólo la comparo al número de veces que he escuchado platicas sin sentido y a las ocasiones cuando descubro algo de buena música, una bella película o un sabroso té: San Cristóbal de Las Casas.

Me queda tan cerca, es tan sencillo de llegar, que quienes viven conmigo en la ciudad y no conocen Sancris, nos resulta una decisión tonta y absurda para quienes tenemos tan chula costumbre. Porque existen tonterías hechas por obligación o porque en ese momento eran necesarias. Es inevitable que estando a solas uno se diga: «bueno, sí es una bobera pero también lo hubiera hecho».

Pero en fin, el viaje.

Estudié cinco años en la dichosa ciudad. Para mí resulta exagerado que este pueblo sea un “pueblo mágico”. No es por ser tan pesimista pero ¿A qué se refieren con pueblo mágico? ¿Cuáles son las condiciones, características y categorías que las hacen tan especiales? Sí tienen una arquitectura predominantemente colonial que las hacen llamativas en su centro, pero las constantes migraciones locales y la pobreza, que no son mágicas, han propiciado que Sancris, por ejemplo, tenga que modificar su diseño urbano, forzadamente, a uno mucho más regular al común denominador del resto de Chiapas: edificaciones hechas por compañías de construcción para las clases media y alta; y casas de tabla roca, aluminio, madera o de lo que se encuentre pues, para los de bajo recursos.

Sin embargo, con todo y sus jodidos problemas, es una hermosa ciudad , eso que ni qué.

Pero en fin, el viaje, lo olvidaba.

Durante mis estudios la abandonaba cada semana o cada quince días, dependiendo cuando quería volver a casa. Hubo ocasiones en donde viajaba diario por problemas familiares, pero ese es otro tema.

El paisaje dentro de la ciudad es bellísimo, pero desde el viaje, uno ya puede maravillarse: la ciudad de San Cristóbal está bastante más elevada sobre el nivel del mar que Tuxtla Gutiérrez, entonces las rocas cambian de color, de forma y textura: de blancas a rojas, de enormes a pequeñas, de tozudas a casi polvo; la vegetación es distinta: de tropical a boscoso; las nubes son diferentes: de nubes grandes, estáticas y de calor a nubes ligeras, movedizas y entremezcladas por colores blancas y grises; del calor al frío; y de lluvias cálidas, refrescantes y de gotas gordas a lluvias frías, neblinosas y tupidas.

Un día, en una de esas decisiones tontas que tomamos, mi hermano y yo nos entusiasmamos por unas bicicletas con mucho estilo –parecidas a esas bicicletas para vender pan en Ciudad de México a mediados de la centuria pasada-, pero eran modelos maso menos ochenteros de siglo veinte; una de color verde y la otra de color celeste; por último, éstas estaban ofertadas en Sancris.

Nos gustaron mucho y tenían esa personalidad que buscábamos desde hace rato. El único inconveniente era que debíamos llevarlas a Tuxtla para revisarlas y dejarlas en óptimas condiciones. Nuestra estupidez: bajar por la autopista sin ningún tipo de equipo precautorio y sin avisar a nuestros padres. Aquí la familia es muy importante, pero solo cuando conviene. A veces hay chance de brincarse ese principio.

Viajamos mi hermano y yo a mi Facultad, de Tuxtla a Sancris, para una clase final de semestre. Ya sin muchas ganas, la verdad. Me esperó, caminamos al bazar, compramos las bicicletas con intentos de regateo, sin mucho éxito, luego desayunamos e iniciamos la hazaña.

Aceleramos el rumbo por las calles sancristobalenses sin ningún problema, todo marchaba de manera sencilla, nada extraordinario. Nos acercábamos a la autopista a buen paso cuando de pronto recordamos la pendiente por ese rumbo de maso menos seis kilómetros. Las bicicletas comenzaron a rebelarnos sus verdaderos atributos: están hechas de acero, se sentían demasiado pesadas.

Recuerdo a mi hermano decirme: “ya, le digamos a alguien que nos lleve”. Pero persistimos. La cuesta tiene su límite.

Cuando concluyó, el esfuerzo dejó de ser el mayor problema. A partir de ese instante, el principal dilema era saber cómo vivir la experiencia.

Fue espectacular sentir la brisa, el sol, la neblina, la velocidad, el frenado, las pláticas gritadas, los paisajes, el frío, el calor, el cansancio, la llovizna, nuestro estar atentos de los carros venidos por nuestras espaldas a toda velocidad, nuestro lagrimear por el viento, el entumecimiento, el pedaleo, el compartir el momento con mi carnal, mi hermano, mi cuate, mi camarada.

Llegamos a la caseta muy emocionados y satisfechos por habernos atrevido. Ya nadie nos lo va quitar, la vivencia ha quedado archivada. Ya solo nos faltaba llegar a casa. Ese tramo fue muy sufrido. Para nada lo recomiendo: era como un golpeteo constante y leve en los testículos. Pero en fin, el viaje valió la pena.

Tardamos alrededor de cinco horas y media del punto de salida a casa.

Cuando mi madre nos vio llegar, dijo: “¿y por qué están tan quemados de sol?”, rápidamente respondí: “nos trajeron en la góndola de una camioneta y por eso tardamos y nos quemamos de sol”. Respondió tranquila y sin mucho cuestionamiento. No sé si se lo creyó, pero fue divertido.

Cuando mi padre nos vio en casa después de llegar del trabajo, nos dijo: “a mí no me hacen pendejo, se vinieron en bicicletas desde Sancris ¿verdad, vergas?”.

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