-¡Despierta! ¡Es la hora! Ya está todo listo. Es el mejor momento para pasar la frontera.

La noche anterior, Juan lo guardó todo en una bolsa . ¿Todo? Bueno todo no cabía en aquel paquete. Los momentos felices en aquel rincón de la montaña, las noches de buen tiempo con el sabor de una buena hogaza de pan y lo que hubiera para echarle, las risas, a veces entre lagrimas, mezcladas con signos de complicida y aquella mujer que le iba a acompañar en su viaje a lo desconocido. Esas sensaciones vividas, esas, no cabían en ese hueco.

Había soñado tantas veces con el camino, con la llegada a ese valle que les esperaba, detrás del horizonte. Lo había hecho tanto, que ya era casi era de lo más familiar. Esta, ya no era su casa, ni su país, ni su gente. Y lo que unos llamaban abandono, él lo llamaba libertad.

Ahora cuando la luz y el poco calor de octubre empezaban a sentarse en la tierra que los rodeaba, es cuando había decidido emprender el viaje y unirse a otro grupo en el camino. Posiblemente sin retorno.

Detrás de la colina que tenían enfrente los esperaban, viajeros cansados de luchar y de ver como la sangre recorría los caminos y las casas para llenar de odio los corazones. Y descubrir de aquellos, a los que antes creía sus amigos, la respuesta más cruel.

En poco más de cinco minutos ya estaban en el camino, ligeros de equipaje, con la ropa rota pero el corazón y la dignidad enteros.

Se encontraron con el grupo, en el que había más mujeres. Los pocos hombres que quedaban habían decidido luchar o dejado para siempre el camino.

Las piedras de las lindes, teñidas de musgo húmedo se unían a las mejillas de los caminantes y se tornaban frescas de rabia y de dolor. El silencio roto solo por algún llanto de niño acrecentaba más el daño en esos corazones agrietados.

La luz del sol se colaba entre las hayas y los pinos mientras el grupo avanzaba lentamente, pisando flores de nieve, con la esperanza de encontrar una nueva vida. Los recuerdos de seres queridos perdidos y sus caras parecía que estaban detrás de cada arbusto o de cada piedra.

Las manos apretadas de Juan, hacían sangrar esos nudillos agrietados por el calor y el frío. De vez en cuando le tendía la mano a Lucía sobre todo cuando el camino giraba en una pendiente y los riscos hacían peligrar su andar cansado. Y la humedad de las piedras entraba en los huesos, provocando el baile involuntario de brazos y piernas.

De repente el sonido de un disparo les hacía agacharse y en algunos casos tirarse al suelo como medida de precaución. Era lejano pero el miedo iba con ellos, les acompañaba y posiblemente no les abandonaría hasta más allá de la línea imaginaria que separa el horizonte, de eso que llaman patria. Se levantaba una vez comprobado que no era cerca y las pocas fuerzas que a sus piernas les quedaban se multiplicaban por diez para poder salir de allí cuanto antes.

Al atardecer y desde el mirador desde donde se divisaba un valle frondoso y verde, para aquellos peregrinos, aquello representaba el paraíso. Estaban en esa línea. Y sentados en el suelo, con lágrimas en los ojos y sin mirar atrás tejieron en su mente un futuro, con dolor si, pero con la fuerza necesaria para construir una nueva vida.

Cuarenta años más tarde, sentados en aquella misma colina, rodeado de sus hijos y nietos, Juan encontró a unos paisanos que habían parado para tomar un bocadillo. Ahora esa colina era un merendero y mirador que separaba los dos países. Y con lagrimas parecidas a las de la primera vez, los saludó y les estuvo contando que un día pasó por ese sitio camino de una nueva existencia y dejó atrás aquello que más quería. Que lo sentía mucho, pero que ese dolor no le impedía el reconocimiento y el agradecimiento por esos brazos abiertos que le ofrecieron en aquellas tierras. Y sobre todo por haber encontrado en esas nuevas ramas, que había creado con aquella mujer; que le acompañó en su viaje, con los pies descalzos, pero con la cabeza alta y cubierta por el sombrero de la libertad.

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