El suelo de cemento era helado y duro, muerto. El viento corría sobre el plumaje del pequeño colibrí, que yacía en aquel suelo. El pobre tenía sus alas extendidas, mientras que su cuerpo temblaba debido a fuertes espasmos. No podía levantarse. Su cuerpo estaba inclinado hacia adelante, con su cabeza y cuello soportando el resto de su ser. Su respiración era agitada, desordenada, llena de miedo. Pero cada respiración se volvía más lenta, más ordenada. Anunciaba la Muerte.
El pájaro recordaba con tristeza las flores, los coigües, los tejados de los palafitos y casas de los pueblos chilotes que ya no volvería a ver, jamás. Recordaba a los de su especie, a otros pájaros, puros y malignos, con los cuales nunca más emprendería el vuelo. Se preparaba el colibrí para otro tipo de viaje. Uno pesado y oscuro. El de la Muerte. Ese que nadie conoce y que todos temen, tanto las bestias como el hombre.
Ya quedaba poco para la exhalación final.
Una sensación nueva reemplazó el dolor que recorría desde el cuello hasta las alas del pájaro, el terror que inundaba su mente. Se trataba de una fuerza antigua, cálida como la tierra de los humedales de Cucao. Venía de la tierra, de la Isla. El colibrí, con la poca conciencia que le quedaba, pudo comprender que Ten-Ten Vilú se había apiadado de él, tal como lo había hecho hace miles de años, luego de derrotar a su mortal enemigo, Cai-Cai Vilú, en aquel mítico combate, en que las fuerzas en conflicto moldeaban los dominios del hombre y de las criaturas del mar; en donde cada zarpazo de la serpiente terrestre le arrebataba a la serpiente marina una porción de su reino, en un juego simultaneo de creación y destrucción. En el pequeño colibrí, humilde recipiente de la existencia, dicha lucha se estaba replicando con precisión, con el mismo ímpetu que en eras antiguas, como si se tratara de la criatura más importante del universo. Y lo era, puesto que el viaje que estaba emprendiendo, la lucha que se desarrollaba en su interior, eran únicos. Por ello, pudo comprender.
Pudo comprender que la Muerte no vendría aquel día.
Pudo replegar sus verdes alas, erguir su azul cabeza e inflar su pecho color arena. Se levantó.
Sus alas aún estaban entumecidas por ese sopor sobrenatural. Pero podía respirar, mirar el campo y los castillos del hombre. Cuando la vida hubo llenado sus pulmones, y revitalizado su sangre, el colibrí voló hacia un blanco poste metálico, y se posó sobre una barra que los gigantes usan para trepar hacia el cielo. Ya no recordaba bien lo que le había pasado antes, ni cómo se había salvado de una muerte segura. Pero si recordaba lo que tenía frente a sus ojos, bajo sus alas.
Y, en una fracción de segundo, el pájaro redimido desapareció.
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