EL VIAJE QUE NUNCA HICE.

EL VIAJE QUE NUNCA HICE.

No sé… ¡Hace ya tanto tiempo! Tal vez es por ello que mi memoria, a pesar de afanarse sin descanso en rescatar tantas emociones, tantos sentimientos, tantas vivencias, no es capaz de encontrar las aguas calmadas del recuerdo en el embravecido océano del olvido.

El tiempo no se demora; avanza sin descanso, sin pausa… ¡Sin piedad! Y, sin embargo, en algunos momentos, aún creo ver el afligido rostro de la amante cautiva atravesando con su mirada el Darro, navegando entre las lágrimas que asolan sus mejillas en busca del bendito pecado cometido tras los muros, más allá del cristalino cauce, entre las callejuelas vestidas de blanco, como su amor, como las montañas que, a lo lejos, parecen llorar con ella.

Todavía, algunas veces, me encuentro en el fragor de la batalla. No acierto a comprender, a recordar, si estoy al lado de los vencedores, o de los vencidos; de los conquistados o de los conquistadores… La verdad es que no recuerdo quien venció en aquella guerra interminable. Tan sólo sé a ciencia cierta que se alzó una cruz, mientras la media luna era derribada, y que el Generalife dejó de llorar sangre… Aunque por desgracia, aún hoy, la tozuded, la ignorancia… y la maldad, sigan tiñendo sus canales de inocente púrpura.

Aún sueño algunas noches que corono la torre de la vela y que desde su cima, por primera vez, cuando todavía era un niño, me sentí dueño y señor del mundo, capaz de volar, de consegir todos mis propósitos, de acariciar el cielo.

La vieja locomotora, exhalando el humo gris proveniente de sus ardientes entrañas se detuvo en el andén de la hermosa estación de Zamora. La noche se llenó de sonidos y colores desconocidos para mi en aquel lejano tiempo en el que realicé mi primer viaje en tren. Me dejaron a cargo de un grupo de extraños que ocupaban un oscuro compartimento del viejo vagón, que enganchado a varios coches gemelos comenzó a transitar los railes arrastrado por el empuje de la negra y rugiente madre. He de reconocer que tuve miedo… Pero fueron unos instantes. Enseguida el traquetreo del tren me llenó de paz, a la vez que mi infantil curiosidad me llevó a conocer cada departamento, cada pasillo, cada recoveco de aquel mundo ambulante que me trasladaría hasta Madrid. Volví a sentir pánico, un temor aún más intenso cuando me encontré frente a mis dos tías, retías, pues ambas eran hermanas de mi añorada abuela, que esperaban desde hacia varias horas serias, hirsutas, viejas, a que llegara a mi destino. Me parecieron dos brujas esperando el último y más valioso ingrediente para elaborar sus malignas pócimas…

Besos. Preguntas. Caricias. Letanías interminabes e incontables gracias a Dios por el feliz desenlace del largo viaje. Deseé con todas mis fuerzas que llegásemos pronto a la estación en la que habría de tomar el tren que me llevaría directamente, esta vez ya si, hasta Granada. Qué grande debe ser la capital -pensé- para que los trenes tengan varios lugares en los que recoger y dejar viajeros.

De nuevo dejado en manos de desconocidos… Advertencias. Besos. Caricias. Para bienes hacia aquellos a los que iba a visitar…

Y por fin, otra vez el incesante traquetreo… Y la invencible curiosidad. Esta vez sin temor. Más bien alivio por haber escapado de mis captoras. Llegados a este punto he de decir que volví a verlas muchas veces, y que llegué a quererlas. Pero durante muchos meses en mi lejana infancia, fueron las protagonistas de mis peores pesadillas.

¡Granada! Recuerdo como si fuera ayer mi primera visita a «la Alhambra», dibujando con mis pasos «el Partal», viendo mi rostro reflejado junto a los «Abencerrajes», bebiendo agua de las marmóreas fieras nazaríes cuando las leyes patrimoniales no impedían acercarse a ellas, correr junto a ellas, cazar con ellas.

Recuerdo que ayer mismo me perdí en «la Alcaicería», que me senté en un pequeño banco de los que salpicaban «el Paseo del Príncipe», que recé frente a «Nuestra Madre de las Angustías».

Recuerdo que ayer transité cada calle de la ciudad en sus olvidados tranvías, que me empapé con el agua de «la Fuente del Triunfo», que escuché cantar en «Sacromonte»… Que comencé a buscar el sentido de la vida perdido en las blancas calles «del Albaicín»… Y entonces, creo comprender, y recordar, el por qué de las lágrimas de la princesa cautiva. Y por un momento tengo la sensación de recordar que un día cabalgué junto al último rey de su estirpe, y que, junto a él, lloré dejando atrás Granada… Buscando el refugio de Sierra Nevada.

Ojalá que algún día cada hombre, cada Dios recuerde nuestras lágrimas. Así, tal vez lloren por y con nosotros, y sean capaces de recordar y comprender que el viaje de cada uno es el tránsito de todos: la vida. Y que a todos nos espera la misma estación de destino.

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