El avión carreteaba por la pista del aeropuerto de la provincia de Salta anunciando su arribo.

A las siete horas, el calor ya era sofocante.

En el tocador, me quité la poca ropa que entraba en el diminuto maletín. Era un viaje de trabajo; debía comprobar las condiciones sanitarias del hospital de Apolinario Saravia y regresar ese mismo día a la Capital Federal.

Fui en busca de un taxi o bus que me llevara a la ciudad de Salta.

Solo un estepicursor cruzaba por el costado del único auto particular estacionado en el aparcamiento. Sorprendida busqué a algún responsable que me asesorase para salir de allí. Una oficial me explicó que yo había llegado en un vuelo militar, que los taxis y bus solo iban al aeropuerto cuando llegaban aerolíneas comerciales y en cuatro horas llegaría una.

Imposible esperar. Le pregunté por el auto azul que estaba estacionado afuera.

—¡Es del mecánico! —dijo sorprendida— qué extraño que aún no se haya ido, él la puede llevar.

¡Dios existe! Pensé.

A las diez de la mañana llegué a la terminal de colectivos de la ciudad:

—Buenos días, un pasaje a Apolinario Saravia, por favor.

—Buenos días señorita ¿para el jueves o el sábado?

—No, no, para hoy.

—Hoy es martes, para Apolinario Saravia salen jueves y sábados.

Pensé que me iba a desmayar.

—Vengo de Buenos Aires, es imperioso llegue hoy. ¿Está lejos de aquí?

—Son doscientos cincuenta kilómetros por camino de montaña. Podría tomar un colectivo hasta “tal pueblo”, luego otro hasta “tal pueblo” y luego, otro local hasta Apolinario Saravia.

Descarté alquilar un auto. Saqué un pasaje para “tal pueblo.»

El paisaje era maravilloso… Árboles majestuosos, flores, plantas, aves, todos aportando su don a la vida manifestada; el sol se esforzaba por pasar entre la tupida vegetación y cuando lo lograba un estallido de luz multicolor decoraba el entorno.

Las curvas y contra curvas, subidas y bajadas, me provocaron náuseas, el bendito aire acondicionado se transformó en un maldito frezzer, los dedos de los pies se tornaron azulados y contrastaban con el blanco de las sandalias.

Dos horas después, le pregunté al conductor si faltaba mucho para el destino que le indiqué al subir.

—¡Oh! Lo olvidé. -dijo-

—Pero… ¡Señor!… -balbuceé-.

—Disculpe señorita. La voy a dejar en una posta policial y si pasa alguien la puede arrimar a Apolinario Saravia, trate que no la agarre la noche: es peligroso.

Al bajar recuperé el calor en el cuerpo, atravesé los cincuenta metros de camino de monte hasta la posta. Un lugar tan puro y natural que dolía…

Eran las dieciséis horas.

—¡Buenas tardes! -dije mientras aplaudía-.

Salió un policía refregándose los ojos.

Mi verborragia y atuendo lo desorientaron, pero quedó claro que necesitaba llegar a Apolinario Saravia.

—¡Ah! Hoy imposible, los miércoles pasa un distribuidor de cigarrillos que capaz la llevaba, pero hoy es martes.

El policía seguía explicando … y divisé, entre los árboles, aproximarse un auto.

—¡Walter! ¿Qué haces por acá? Justo le decía a la señorita que pasabas los miércoles.

—Sí, pero vine hoy, mañana no puedo.

¡Dios existe! Pensé.

Me dejaría a veinte kilómetros, pero durante el camino se apiadó de mí, y me llevó hasta la puerta del hospital. El «¡Gracias!» que le dije a Walter, fue el último sonido audible que pude emitir.

El director del hospital estaba en una reserva indígena a siete kilómetros de allí.

Un empleado me llevó en un camión; no paraba de estornudar y limpiarse la nariz, tomaba el volante con las rodillas e iba a bastante velocidad. Con señas le sugerí fuera más despacio.

—¿Para qué? -dijo-

—No tiene frenos, y debemos cruzar el vado antes de la noche porque crece el río y no podremos volver.

Llegamos salvos a destino. El director cuestionó mis sandalias, me recomendó que no me alejara de él. Yo pisaba sus pasos a cada centímetro.

Mientras me mostraba las afueras del dispensario: las telas metálicas que cubrían las ventanas, para que los cientos de enormes insectos voladores, atraídos por la luz artificial, no rompieran los vidrios al chocar contra ellos, sentí que algo agarraba mi descubierto empeine y lo succionaba. Instintivamente me trepé encima de la espalda del director, que, sorprendido, se libró de mí de inmediato. Aterrada le señalaba el pié: no vimos nada.

– Debe ser un escuerzo gigante o una pitón chica -dijo-

El camión afortunadamente, no arrancó. Volvimos al hospital en su auto. Allí nos esperaba el resto del personal. Sugerí ir a comer a algún restaurante, Riendo acotaron no había ni restaurantes ni hoteles y que recién el jueves pasaría el colectivo para la ciudad de Salta.

Sentí como la sangre abandonaba mi cerebro.

El director recordó que a las veintiuna y treinta, solía pasar un bus que venía de Bolivia, rumbo a Tucuman.

—Son las veintidós horas, ya debe haber pasado -dijo-

—Vamos igual. -insistí-

Cruzamos una plaza: luces tenues hacían resaltar la vegetación; juegos artesanales para niños y bancos de troncos de entrañable belleza, aroma a aire puro, nada contaminados por el consumismo y la tecnología.

Ante nuestra sorpresa, apareció el bus, pidió disculpas por la demora.

¡Dios existe! Pensé.

Subí, esquivando jaulas con gallinas y me senté al lado de un hombre que, juro, su piel era roja.

El colectivo paró en un humilde bar; baje para tomar un café caliente. (¡Horrendo!) Parada frente al mostrador espantaba con la mano esos insectos voladores gigantes. Uno de los conductores me advirtió eran venenosos y luego sugirió me sentara en el asiento detrás de él, le parecía peligroso quedara en el centro del bus.

Y accedí.

Dormí las diez horas que duró el viaje.

Corrí cinco cuadras hasta el aeropuerto.

El vuelo a Buenos Aires estaba completo, me anoté en lista de espera. No me llamaron. Resignada iba saliendo cuando escuché mi nombre por el altavoz y corrí a sacar el pasaje gritando. «¡Acá estoy!».

La empleada me dijo señalando hacia un muchacho: «Eres afortunada, ese señor te cedió su lugar…»

Definitivamente… ¡Dios existe!

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