Carolina tenía a escasos metros las bolsas de basura destilando humores fétidos, mientras dos hombres en la penumbra revisan minuciosamente, en un festín de asco. Sin poder alejarse por la escasa luminosidad, los ve con desconfianza, ya sin lastima – almas sin esperanza – se dice en voz alta y siente el vacío en el estómago que le anuncia el hambre. Pero la visión le hace rechazar el arroz chino ya frío en el recipiente de plástico dentro del bolso de mano. Los ojos tristes de su renuncia desplazan la mirada sobre la banca ruinosa y solitaria que tiene enfrente. Su mano inquieta mueve la maleta desgastada, haciendo chirriar las ruedas de plástico, como fondo de conversación de sus dos compañeras desconocidas, próximas aliadas de viaje. El hombre fuma un cigarro apartado de ellas. Por fin los cuatro pasajeros ven las luces del vehículo. Deben salir de noche como los delincuentes. Amparándose en la sombra que le ofrece un camino mas fácil, pero no menos riesgoso. Antes de subirse le miente a su padre a través de teléfono móvil. – estoy bien, papá, no te preocupes – él ha estado pendiente, no pudo ir a despedirla desde la capital, hasta la movilidad ha reducido el régimen en sus sistemas de represión silenciosa.

Ya dentro del vehículo no pudo dormir. En el horizonte Sur, alcanza a ver los reflejos del relámpago del Catatumbo como una premonición. El trayecto desde Perijá hasta la frontera es un lento deambular por los recuerdos, estimulados por los mensajes en el teléfono cuando tiene cobertura. Tampoco seria posible el sueño, pensando en la niña. En la separación forzada por la dictadura comunista. Más de una vez secó las lágrimas. Volvió a mentir a su padre necio – voy bien –

Pasaron varias alcabalas. Siempre las mismas preguntas.

– Vamos a Maracaibo-

Luego de pasar la ciudad.

– vamos a Paraguaipoa

–¿porque tan tarde?

– a Maicao.

– la frontera esta cerrada.

Pero es noche y si la noche es una vía para escapar, también cobija a los delincuentes que se aprovechan de quienes deben partir. Los pasajeros pagan para continuar. Es la forma de nutrirse de los guardias. Ante sus necesidades prefieren extorsionar. La libertad siempre ha tenido un precio.

En algún punto siente un nostálgico regocijo al divisar la plata lunar en los destellos sobre las aguas del golfo de Venezuela. – La Guajira – dice una voz a su lado. En poco tiempo, llegan al último punto antes de la línea fronteriza. Allí son más exigentes. Se los advierte el chofer. Todos resguardan sus pertenecías mas preciadas y útiles.

– Les revisaran hasta el alma – Y lo hacen. Les ordenan bajar del automóvil, abrir el equipaje.

– Queda decomisado lo que no tenga factura, debemos conocer su procedencia, sino pueden esperar, cuando regresen se lo devolvemos – . Las fieras manosean las ropas femeninas, las intimas. Miran a los ojos de las victimas buscando una respuesta provocadora. Pero ya los pasajeros están resignados y solo sienten esa rabia congelada en su interior y que solo expresan al apretar las mandíbulas. Respiran profundo y observan los enormes rifles que portan estos caníbales fronterizos. Deben callar.

A Carolina le decomisan su teléfono alternativo desprotegido en el bolso. Un perfume y la medalla de oro del bautizo, que ni siquiera llevaba puesta. Pero no les basta, todavía quieren más. – ¿el dinero?, no me digan que van limpios -. Luego de una disertación entre ellos desisten. No se atreven a revisar mas, aunque quisieran, ante la tentación femenina que siempre turba a los milicos. Los dejan pasar sin pedirles documentos. La requisa tiene un fin definido. Robar.

Más adelante el auto se desvía. No pueden pasar por el acceso natural. La guardia ha cerrado la frontera, órdenes superiores. Desaparecen los claros de luna. Otra vez el miedo. Los caminos alternos. La pica. El hogar de los guerrilleros que no se someten a ningún proceso de paz y las mafias que custodian esos caminos. Los pasajeros advertidos van preparados. El dinero escondido entre la ropa, sale en las dos alcabalas improvisadas de las autoridades irregulares de esos lugares.

Carolina no resiste el cansancio y sus ojos quieren cerrarse. Hace un rato no recibe mensajes. Ya están en el otro país y el teléfono es inútil. Su mente se perfila a la deriva.– Ya pasó el peligro – avisa el chofer. Se escucha un suspiro general. Los temblores cesan. Ahora Carolina es puro pensamiento. No escucha la conversa de sus compañeras, discuten de destinos. Piensa en la niña que se quedó con la abuela y en Miguel, que debe estar esperándola en el primer punto poblado.

Se desconoce adonde te puede llevar el miedo. O si el miedo es el padre de la valentía para enfrentar una vida nueva. Carolina es profesional, educación es su vocación. Pero un país que desprecia su criterio e independencia, que patea su profesión y que la prefiere arrastrándose por comida a cambio de sumisión. No merece tenerla. Eso se lo dijo el padre, que por el momento se queda, sin entregar sus armas, ni dejarse pisotear.

El miedo de Carolina se quedó varado en el resplandor del relámpago del Catatumbo. Y a cada kilometro que el vehículo desplaza, una fuerza inusual le renace a pesar del tamaño de su sacrificio, ella nombra “esperanza” a ese sentimiento fecundado en su humanidad. Mientras, los primeros destellos del amanecer iluminan los campos de Colombia. Ella, mi hija valiente emprendió con su fragilidad, con su cara de niña buena, el viaje, el viaje que yo hago dentro de su corazón. Eso me dijo. Allí me lleva, hasta que nos reunamos en ese otro país a iniciar una nueva historia, de asilados, refugiados, desterrados. En un país impropio que nos sonríe y desconfía hasta que logremos probarles que somos buenos y estamos agradecidos de respirar el aire de libertad que solo se respira, en los países que no doblan sus rodillas y eligen la dignidad.

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