UN PASEO POR EL MUNDO

UN PASEO POR EL MUNDO

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La mañana era tranquila, de un domingo precioso soleado.

La pobre anciana ya estaba asomada en la ventana. Sí, por detrás de las cortinas.

Bizen de doce años, un auténtico «animal de bellota» como decíamos en mi pueblo, vasco de pura cepa. Lanzaba naranjas al igual que una máquina que disparaba pelotas de tenis, se escondía detrás de la esquina de la torreta número diez. Las niñas corrían espantadas, chillaban de formas locuelas y con grandes carcajadas… Andaban siempre enamoradizas de él. Yo estaba sentado con tres amigotes más, en un banco. Habían unos ocho, después pasaron a quedar seis, y finalmente solo quedaron cuatro ¿No me pregunten el por qué? Nos recreábamos también con el béisbol, curioso. La mayoría de las veces bateábamos con una raqueta, no con un bate, y la pelota siempre de tenis; menos mal, algunos tuvieron que ir al hospital ¡Qué pelotazos nos pegábamos!

La plazoleta era de forma circular, en el centro un jardín con dos cipreses que en sus alturas llegaban hasta la sexta planta. Le rodeaban preciosos rosales y cuantiosas plantas herbáceas. Pues más feliz éramos que nadie. Las horas pasaban como si no estuvieran inventadas, pero los adultos no comprendían que teníamos que jugar, que eramos niños. Pero sin embargo nosotros si entendíamos que ellos eran adultos y no nos entrometíamos nunca en sus vidas ¡Más de una de sus irregularidades veíamos!

La pobre anciana que reprendía en un estado fuera de su juicio, odiaba que nos divirtiéramos en la plaza. Nos preguntábamos ¿Por qué?

Por cierto; la pobre anciana falleció, por su longevidad. Y nos hizo sentir causantes de su muerte. Estuvimos llorando indirectamente durante unos meses.

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Íbamos a ver una película; a mi chica le gustaba mucho el género drama o comedia, a mí me gustaba el suspense o terror. Al no tener una idea clara de la categoría del filme, decidíamos indudablemente ir al teatro. Yo me alegraba, porque a mí el teatro me gustaba más que el cine. Era algo; real, vivo y cercano hacia el espectador. Siempre pensé: «Qué era la representación del actor en su máxima naturalidad interpretada». Ocurría en un directo y no existían cámaras.

El acomodador nos acompañaba a nuestros asientos. En una zona denominada «Paraíso» la parte más alta y alejada del escenario, también la más económica. Era inviable por nuestra juventud acceder a: una «segunda planta», una «primera planta» o una última planta llamada «planta baja», por lo costosas que eran sus entradas. Suficiente tenían mis pobres padres donde por sus sacrificios humildes me podían dar algo de dinero como recompensa por el esfuerzo de mis estudios. Yo en este día me lo gastaba todo, tenía que invitar siendo un machote a la mujer que más quiero, respeto y amo. Mi novia.

Comenzaba la función. Nosotros veíamos a los actores de manera minúscula, el más alto medía treinta centímetros (por la distancia). Pero nos daba igual, nuestra felicidad era admirable, nos gustaba ser un ejemplo para la sociedad en numerables ocasiones. Nunca escondíamos nuestro amor. No teníamos ningún miedo al amarnos, siempre lo demostrábamos.

El alborozo y las risas eran continuos en todo el público; la fogosidad del espectador se palpaba. La obra era divertida.

De repente, sin cesar continuamente, todo temblaba y se derrumbaba alrededor de nosotros. Ya llegaba la calma, fueron alrededor de unos largos e interminables minutos. Estábamos bien, salíamos los dos por la zona de evacuación algo polvorientos y con algunos rasguños.

Por cierto; el escenario, la planta baja, la primera planta y algo de la segunda, quedó todo en escombros, fallecieron. Y por no entender los hechos ocurridos, estuvimos llorando indirectamente durante unos meses.

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Comenzaba mi carrera profesional, con plena ilusión en mi trabajo «Delegado Comercial».

Una vida de kilómetros y kilómetros diarios, excesivas horas mensuales fuera de casa, extremos cambios de impresiones con tan numerosas personalidades (clientes, compañeros, proveedores, ferias de ventas, impartición de cursos técnicos…), sin darme cuenta treinta y siete años pasaron.

Hubo momentos buenos, otros no tan buenos, y algunos que otros muy difíciles. Toda esta etapa profesional se resumía en que uno era, un número más. Fue la conclusión que saqué en tan conmemorativa despedida hacia mi prejubilación. Claro estaba, que la preparación del evento y tan entrañable cena, fue por grandes amigos distribuidos entre; importantes clientes, compañeros y colegas desde la infancia.

Emocionadamente dedicaba unas palabras en agradecimiento:

Daba las gracias por las ayudas de los amigos y familiares en los momentos más difíciles, los meses faltos de trabajo fueron muy duros. A todos los asistentes; y a continuación con un fuerte cosquilleo nervioso en mi estómago empezaba a manifestar todo lo que verdaderamente sentía.

A mi novia, mujer, esposa y señora, por haber estado a mi lado desde la adolescencia y respetar siempre mi profesión.

Y a mis hijos, por no haber podido disfrutar con ellos de sus infancias, me las perdí.

Con este final me despedía y agradecía tan caloroso aplauso felizmente.

Por cierto, al sentarme nuevamente en la mesa, un camarero de tercera edad perdía el conocimiento, a los tres días murió. Y por no entender por qué aún seguía ese señor trabajando, estuvimos llorando indirectamente durante unos meses.

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Abro los ojos y de repente me encuentro en la cama. Sólo veo y escucho, no puedo hablar.

Giro la cabeza hacia la izquierda y aprecio el brillo de un rayo de sol que se refleja en unas preciosas gotas lagrimables que resbalan lentamente por el cristal de la ventana.

Sonrío, muevo el cuello hacia la derecha y contemplo a mi mujer, mis hijos y familiares. Hablan entre ellos y se encuentran de festejo en el salón. Están todos armoniosamente almorzando. Me siento más feliz que nunca, quizá llegaba la hora de decir adiós.

Por cierto; al cerrar nuevamente los ojos me percato de que he fallecido, comienzo a levitar. Y por entender la felicidad de mis noventa y cuatro años; me doy cuenta de que el tiempo no existe, quienes existimos somos nosotros.

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