La noche era inquietantemente silenciosa. Apenas se oía el rumor de las hojas de los árboles chocando entre sí y, si aguzabas el oído, podías incluso escuchar el cantar de los grillos. Las estrellas del cielo parecían competir entre sí para mostrar cuál de todas refulgía más. Hacía poco que había llovido y el olor a tierra mojada impregnaba el jardín del que un día fue su hogar y ahora era asilo de refugiados de una guerra que nadie entendía y se auguraba larga.

Emir respiró profundamente intentando retener ese breve momento de paz que no gozaba desde hacía varias semanas. A su lado estaba su mujer Camelia con su niña de tres años durmiendo plácidamente en sus brazos, ajena a todo y consciente de nada, gracias a los enormes esfuerzos que día a día hacían sus padres para protegerla. Él la miró y ella le devolvió la mirada con una sonrisa sincera. Conoció a Camelia durante su último año de erasmus y se enamoraron al instante. Ella no dudó en irse con él cuando llegó el momento. Sabía que se iba a un país de futuro incierto, pero Emir no tenía otra opción. Su padre había fallecido y él era el único que podía encargarse del negocio familiar. Sin él, su madre y sus dos hermanas no tendrían forma de subsistir. Las tres habían fallecido hacía poco durante el último bombardeo. La imagen de los tres cuerpos abrazados inmersos en un baño de sangre le torturaba día y noche. No pudo hacer nada por ellas pero, quizás aún podía hacer algo por su mujer y su adorada hija. Camelia le tendió la mano muy fuerte como si le adivinase el pensamiento.

—Es peligroso Emir, no nos podemos arriesgar, no con ella, es muy pequeña, no creo que superase la dureza del viaje — dijo Camelia mientras arrullaba a la niña.

—Quedarse también es arriesgado.

—Pero la guerra está a punto de acabar, nuestra vecina Saira, dijo que había oído a unos militares decir que…

—¡Qué sabrá Saira de la guerra! — Emir la interrumpió más bruscamente de lo que hubiese querido- ¿Vas a poner nuestro futuro en manos de una vieja chismosa amargada que no ha hecho otra cosa en su vida que cotillear la vida de los demás?

El brillo en los ojos de Camelia impactó directamente en el corazón de Emir que decidió adoptar un tono de voz más dulce y conciliador.

—Piden demasiado dinero Emir, nada menos que cien mil rupias, es lo único que nos queda — dijo Camelia con los ojos anegados de lágrimas.

—Prefiero morir junto a ti buscando nuestra libertad que morir encarcelados sin haber intentado nada. Cariño esta noche sale uno de los jeeps y tenemos la suerte de tener el dinero necesario. Hagámoslo. Los tres merecemos una vida mejor.

Camelia asintió y los tres se fundieron en un tierno abrazo

El jeep llegó a la hora acordada

— ¿Traen el dinero? — preguntó el conductor mientras empezaba a contar las cabezas de las personas congregadas como si de reses se tratase.

Emir le entregó el dinero y el conductor empezó a mover negativamente la cabeza.

—Me temo que el precio ha subido amigo, son cien mil por cabeza. Si la niña va en brazos no paga. Cada vez es más difícil y peligroso el transporte. Si ahora no tenéis el dinero, un compañero mío vendrá mañana a la misma hora y hará el mismo recorrido que yo.

—En ese caso, esperaremos a mañana —le dijo Camelia mientras agarraba el brazo de su marido intentando alejarlo cuanto antes de allí.

—De ninguna manera- la detuvo Emir —. Vais a subir las dos. Puede que no exista un mañana para los tres. No podemos arriesgarnos cielo. Confía en mi. Os encontraré cariño. Te lo prometo.

—Los dos sabemos que no lo vas a conseguir. No quiero separarme de ti. Te necesito, las dos te necesitamos —replicó Camelia enjugándose las lágrimas de unos ojos que se debatían entre seguir abiertos y mirando a su marido por última vez o cerrarse para no ver la realidad que la estaba desgarrando por dentro.

Ya no quedaba ni rastro del jeep. Emir esperó durante una hora recordando los últimos segundos junto a su familia con el corazón encogido y el alma despedazada. Después de tanta tensión acumulada, se derrumbó y rompió a llorar amargamente. Unos pasos lo alertaron.

—Hola Emir. ¿Cómo estás? — preguntó Saira con una extraña sonrisa dibujada en los labios.

—Sabes que la guerra no acabará Saira y, aun así, alientas a las personas con falsas esperanzas.

—Si perdemos la esperanza ya no nos quedará nada mi niño.

Emir dio un respingo al oír de nuevo esa expresión. Así lo llamaba Saira de pequeño mientras correteaba por el barrio hasta que un día le replicó:” ¡ni soy tuyo ni soy ya un niño, a ver si te enteras de una vez!” A partir de ese momento, se dirigió siempre a él como Emir. Volver a escuchar esas palabras lo retrotrajo a su infancia lo que añadía, si cabía, más tristeza a su alma. Decidió que no le apetecía seguir hablando con ella y se dispuso a marcharse cuando la anciana le cogió la mano tendiéndole una bolsa.

—Encuéntralas Emir, encuéntralas y cuida de ellas. Es todo cuanto tengo, pero será más que suficiente. Prometí a tu madre que, si llegaba el momento, cuidaría de ti. Pero tú nunca has necesitado a nadie, nunca hasta hoy. Las necesitas como el aire que respiras. Puede que aquí no te mate una bomba, pero sé que morirás igualmente. Coge esta bolsa y vete.

Emir no daba crédito. ¿Quién podría haberla informado de lo sucedido? ¿De dónde había sacado el dinero? Decidió no preguntar nada y la abrazó con fuerza mirando las estrellas. Puede que Camelia las estuviese viendo también en ese momento. Pronto se volverían a reunir y caminarían de nuevo juntos, en un viaje sólo de ida.

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