El vuelo «rarámuri»

El vuelo «rarámuri»

Mis manos abiertas, apoyadas sobre mis muslos en padmasana -loto-, mis ojos cerrados y listos para la introspección; respiro profundamente, con un ritmo pausado: ¡inhalo! ¡exhalo! y en el devenir constante de la respiración, voy dejando en el camino mis apegos, mis miedos, todas mis preocupaciones; y por un momento las olvido.

Disfruto de esa soledad relajante, lejos de todo tormento, anulo cualquier pensamiento que pudiera entorpecer este momento y me dedico a explorar; comienzo a sentir la calidez de Onóruame -señor padre o sol- irradiando su energía en mi cuerpo, inundando cada centímetro de mí, de tal forma, que lo puedo sentir como un tierno abrazo.

Mis sentidos se van agudizando; iká -el viento- se hace presente; hace volar mi largo y oscuro cabello. A lo lejos, puedo escuchar el chillido de a’wé -el águila- que me hace descifrar más ese lugar, y la observo volar, me lleno de su fuerza y altivez, veo el brillo que reflejan sus plumas, observo como la mece iká -el viento-, como si la acunara en sus quiméricos brazos, mientras ella disfruta de su libertad.

Entre tanto, una hormiga hace cosquillas a mi mano, siento sus ligeros y pequeños pasos recorrer la piel, hasta que desaparece entre las rocas rojizas del lugar donde me encuentro.

«La piedra volada” es mi asiento, desde ahí, observo la majestuosidad de kawí -la montaña- la adrenalina inunda mi cuerpo, mientras este comienza a despegarse del suelo, separándose del todo, -me siento como un árbol, siendo arrancado mientras sus raíces son expuestas- poco a poco pierdo el miedo, y me adapto a esa sensación de libertad; salto al vació a más de 1500 metros de altura, increíblemente logro flotar, aunque ignoro cual es la causa, lo adjudico al viento y comienzo a disfrutar del paseo.

Puedo ver diminutos animales pastando en el escaso color verde del lugar, parecen pequeñas hormigas desde donde me encuentro, logro distinguir a un indígena vigilante de su rebaño; a’wé -el águila- me acompaña como guiando mi travesía, siento como iká –el viento- me abraza.

Lo observo todo, como si quisiera llevar esa imagen conmigo por siempre, giro para ver cuanto he recorrido, y observo la «piedra volada», dueña de historias creadas por tantos años de evolución. Siento el latir de mi corazón, como si se fundiera con el entorno; el lugar y yo compartimos el mismo latido, respiramos al unísono, y doy cuenta de que somos uno.

Retomo el camino, me voy acercando al siguiente risco, unos pinos y abetos me reciben con su fresco aroma, magnifican el lugar con su intenso y radiante color verde; al aterrizar, el trinar de las aves, me incita a caminar, por un sendero marcado, por el paso de otras visitas, ruta de infinitas travesías indígenas; disfruto de las increíbles formaciones rocosas, de los pinares y de las cuevas que aun se habitan.

A mi paso voy acariciando los árboles, sintiendo su textura rugosa, que denota años y años de vida a la intemperie, casa de miles de aves, alimento y protección de muchos animales; escucho el crujir de mis pasos firmes, sobre la gravilla y las hojas secas.

Ojuí -el oso negro- me ha topado de frente; me hinco en señal de respeto y estamos tan cerca el uno del otro, que puedo escuchar y sentir su respiración chocar contra mi rostro; no tiene intención de lastimarme, lo puedo sentir en mi corazón, -es como si los dos quisiéramos disfrutar de tal encuentro- me atrevo a tocar su pelaje, siento su textura sedosa en las yemas de mis dedos y puedo observar su brillo; acerco mis manos con mucho cuidado sobre su cabeza, y mientras cierro mis ojos, siento la imperiosa necesidad de posar mi frente sobre la suya -juro que me siento conectada a él- su implacable fuerza no se compara con nada que yo haya visto, y su energía con nada que yo haya sentido antes.

Un par de minutos después, un ligero ronroneo me hace abrir lentamente los ojos; mientras retiro mi rostro del suyo, doy cuenta de una gran transformación, lo que antes era pelo, se ha convertido en arrugada piel humana; unos profundos ojos negros me observan, y mientras sus manos toman las mías, doy cuenta de nuestro distinto color de piel.

¡Kuira mukí! -hola mujer- me dice en señal de bienvenida, él no necesita decir mucho, un lenguaje universal nos unifica, una sonrisa ilumina su rostro, sus años que denotan sabiduría, me alientan a seguirlo, me sostiene entre sus brazos y me anima a levantarme.

Mi mente no puede creer tal encuentro, -aún y a pesar de lo vivido en este increíble viaje-

Ojuí -el oso negro- me toma de la mano, me muestra la majestuosidad de su lugar sagrado, mismo que protegiese con su vida, de ser necesario; y antes de desaparecer entre la maleza del bosque, me comparte estas palabras:

«Mira este mundo, todo es uno, todos somos uno con el todo. Respeta cada vida, pues están conectadas a tí: si yo enfermo, tú enfermas; si me respetas, tendrás mi respeto; si tu amas, serás amado. ¿ves aquella ave? necesita del bosque, para subsistir, y hasta ella misma, es vital para ese bosque, sino ¿quien reparte sus semillas?

Todos somos parte de un perfecto engranaje, quitar una pieza es firmar nuestra propia sentencia de muerte; en este mi mundo, no hay banderas, no hay límites, no hay fronteras, no hay sexismo, no hay brutalidad, ni racismo, ni consumismo; todos somos regidos por el amor, a nuestras diferencias las llamamos diversidad y somos el ejemplo vivo, de lo que debería ser, el resto del mundo: amor universal».

Las palabras del anciano, hacen eco en mi corazón, y mientras le dedico un ¡hasta luego!, –makuísimi– observo una vez más mi trayecto, me despido con un fuerte suspiro, del lugar que me acunó, y al abrir lentamente mis ojos, con una sonrisa agradezco al universo por tal regalo, la mejor meditación, el mejor viaje de mi vida.

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