El día que ella conoció el mar

El día que ella conoció el mar

Al día siguiente de haberme dicho que no lo conocía, visitamos el mar. El verano ya se había ido. El bosque de abedules toldaba la comarca de frondas amarillas, rojizas y castañas. La umbría bajo el dosel dejaba ver, hasta donde se tornaba en oscuridad, el entramado de troncos blancos de aquellos árboles; y al camino por el que cruzamos la foresta hacia el mar, cual reflejo del dosel, también lo tapizaba el otoño en hojas de todos sus colores.

La playa, donde los estudiantes nos recreábamos durante las pocas semanas calurosas del año, lucía desamparada. El frío y la soledad la hacían ver ferrosa, escueta, muy ancha y muy larga. Las nubes erraban bajas y grises; el viento, extenuado de pasar, ululaba quedo; y las aguas del golfo, aunque plomizas y frías, aún esparcían su hálito salino y no cesaban de arrullar.

Un Gruir llamó nuestra atención hacia el cielo: alineada en punta de lanza, una bandada de grullas pregonaba cantando su fuga anual rumbo al sur. Es consuelo en aquellos confines creer que las grullas son las almas de los soldados caídos en tierras lejanas que, año tras año, retornan a saludar a sus seres queridos. Las miramos largamente. Las grullas cantaron y batieron sus alas solo para nosotros, hasta perderse al final del horizonte.

Las grullas se fueron. Ella y yo volvimos a ser dueños únicos de aquel paisaje, pero nuestros alientos exhalaban nubecitas de vapor; debíamos conservar el calor corporal dando salticos; y el gélido, aumentado por el viento, escocía nuestras caras, única piel que teníamos al descubierto. Debimos regresar a paso apresurado a través del bosque en procura de abrigo. La cafetería que yo visitaba en el caserío solo atendía en verano. Recordé, entonces, al dyadya Vitya ─el tío Vitya─, un fortachón amigo mayor con barbas de profeta que en temporada de bañistas tenía un puesto de venta de cerveza en el camino a la playa, y vivía cerca. Nos dirigimos a su isba.

Mi relación con el dyadya Vitya nació a partir de una ocasión en la cual me acerqué a su ventorrillo, y él, viéndome calzado de zuecos, lamentó mis zapatos de palo y me regaló un par de sandalias de cuero.

La isba era una pequeña casa campestre con paredes levantadas en troncos horizontales de madera y techos muy pendientes de tabla. Una de sus dos chimeneas humeaba. Sus ventanas, bien selladas en anuncio de la cercanía del invierno, amplias y graciosas, tenían alfeizares externos adornados de matas ─margaritas, begonias y peonías─ que florecían en primavera, pero que ahora, mustias, solo presumían de hojas marrones oscurecidas. Las chimeneas y los vidrios de las ventanas eran lo único de su exterior no hecho en madera. Rodeada de otoño, parecía la cabañuela de un cuento nórdico.

La puerta de ingreso quedaba en el extremo izquierdo de la pared frontal. El dyadya nos la abrió y nos acogió con afecto. Las paredes internas también tenían a la vista sus troncos horizontales. Al entrar se veía, desde la puerta hasta la pared opuesta, un saloncillo largo aledaño al costado izquierdo de la casa. Del mismo costado recibía la luz de tres ventanas y en el fondo contaba con una cuarta. De todas ellas pendían cortinas rústicas, pero seductoras. En el centro de la pared de la derecha había una puerta que daba a los dormitorios y dejaba ver al hogar interno apagado.

En la mitad del fondo de ese recinto de entrada se encontraba la cocina, donde la rolliza mujer de Vitya preparaba alimentos en un fogón de leña que, además de fogón, hacía las veces de calentador ambiental. La lumbre tambaleante de las llamas, el traqueteo leve de los leños al arder y el olor cerril de la cocción a fuego daban tibieza a la vida hogareña. Sobre el mesón de la cocina resaltaba, entre un reguero de utensilios, un samovar grande de factura refinada. La mitad contigua a la puerta de entrada era la sala de recibo que, ubicados contra las paredes laterales, contaba con dos asientos largos, mullidos, sin espaldar y vestidos de cobertores floreados. Arriba del de la derecha tenían el perchero para colgar los abrigos y las bufandas, y poner los guantes y las shapkas ─gorras de invierno con orejeras, confeccionadas de piel afelpada─. Nos despojamos de esos atuendos, únicas defensas contra el frío cuando se estaba a la intemperie, los dejamos en el perchero y tomamos asiento en una de las banquetas. Agasajaron nuestra visita con calidez, conversación amena, té caliente del samovar y pastelillos recién horneados. Restaurado el cuerpo y regocijado el espíritu, salimos hacia la estación del ferrocarril suburbano y retornamos a la ciudad.

Ella conoció el mar; y, pasados unos días, tomó un tren eterno que durante dos semanas se fue alejándola de la ciudad del Neva, y de mí; y se la llevó de regreso a su terruño en la Siberia Central. Cuando nos volvimos a ver, ya en el otoño de la vida, en Colombia, ambos teníamos fresco el recuerdo de aquel ensueño.

FIN.

Nota: Las fotografías fueron tomadas de Internet.

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