Un buen día, sin venir a cuento, a Carlos, con su melena rubia, su ropita clara y su bronceado de rayos UVA, se le ocurre que podemos viajar al Tíbet y a lo mejor hasta subir al Everest con una de esas excursiones programadas que tienen sherpas y todo. Lo dice mordisquendo una patilla de sus Ray-Ban y usando el mismo tono con el que hubiera propuesto tomar unas cervezas, ir al cine a ver la última de Spielberg o pasar un sábado en la playa.

Lo que me temía: mi novia, la de Carlos, Andrés y su chica le siguen la corriente y todos aceptan. ¿Y yo? A mí me gusta poco improvisar en los viajes y menos ir tan lejos para escalar y pasar frío. Él lo sabe y por eso propone que viajemos al lugar más alejado y frío del planeta para subir a lo más alto que hay en el mundo. Y además, sonriendo, se ofrece para gestionar todo el papeleo, sin dejar de mirarme, sin dejar de sonreír y sin dejar de provocarme. Todos están de acuerdo.

Y tú qué haces.

Yo te lo digo: también aceptas. Aceptas para no quedar como un rácano cobarde. Aceptas con el mismo miedo que un vaquero miope se pone delante del pistolero más rápido del Oeste o se pelea contra unos indios cabreados por mucho que aprecie su cabellera. Aceptas con la resignación de un cristiano que salta al Coliseo romano para luchar contra diez leones hambrientos. Aceptas y ya está, y mi novia, en lugar de mirarme orgullosa, lo mira a él, extasiada, supongo que por lo original de su idea. La novia de Carlos sí que me mira, creo que porque siente el mismo pavor que yo ante la locura que supone ese viaje y porque cada milímetro de su pellejo desea que no se trate más que de otra payasada de su novio.

Los días vuelan a la velocidad de un vencejo suicida y llega mayo. Andrés y Carla se excusan diciendo que supone mucha pasta y que, por si fuera poco, ella está de tres meses. Después respiran como dos buscadores de perlas que salen a la superficie.

Serán cuatro pasajes.

Sé que muchos escaladores son sorprendidos por avalanchas y quedan sepultados para siempre, y que una vez, uno de los pocos que aparecieron se quedó sin orejas y sin dedos. Ya me veo aplastado por un gigantesco helado de nata, sin mis orejas, con los dedos negros como percebes gallegos, y diciendo adiós con los muñones a mi exitosa carrera de pianista si es que alguna vez me hubiera dado por tocar el piano; sin ni siquiera uno de los índices para señalar al culpable de todo.

Con esas ideas rondando por mi cabeza viajamos durante más de veinte horas en coche, avión, avioneta, autobús…

—No pienso subir ahí —digo cuando dejan de temblarme las piernas y recupero el habla tras ver en la recepción del hotel la fotografía de aquella terrible mole que parece estar deseando engullirme.

Carlos sonríe como un vencedor recibiendo su trofeo. Mi novia simula enfurecerse conmigo y la novia de Carlos me sonríe comprensiva.

Ya está. Tenía que decirlo. No digo otras cosas que también pienso y que me importan aún más: que sé lo que ocurre entre Carlos y Nuria, mi novia, que acepté venir para intentar cerrar esa grieta que se abre entre nosotros, pero que me temo que haga lo que haga, ellos dos seguirán adelante con su plan.

Y entonces me planto.

—¡Ya está bien… Carlos! Si vas a contratar ese ascenso no cuentes conmigo.

Una cosa es que quiera a mi novia y otra que me trague que ellos piensan subir. Ana, la novia de Carlos, siente pánico ante la idea y lo confiesa. Ahora ya está todo claro: Carlos y Nuria se van. Ana y yo nos quedamos. Ana aún cree que volverán. ¡Pobre inocente!

Aquí suele decirse: «Que no haya noticias, es buena noticia». Así transcurren varios días hasta que la expedición regresa antes de lo previsto por causa del mal tiempo. De Carlos y Nuria no tienen ni idea. Afirman que ni siquiera los vieron en la salida. Ana es buena chica. Cree que terminarán apareciendo. Que pudieron perderse durante el ascenso. Yo sé que no. Que se perdieron antes; que nunca se presentaron porque ya habían planeado perderse juntos.

Y después de contentar a Ana haciendo algunas pesquisas que resultan inútiles, ambos decidimos regresar.

Estamos en mayo y ya han pasado tres años de aquello. Ana y yo seguimos juntos desde entonces. Tenemos una pequeña que juega con el hijo de Carla y Andrés. Con ellos hablamos de aquel viaje solo una vez. Creo que siempre sospecharon que allí ocurrió algo más.

Recibo una llamada de un número desconocido. Es Nuria. Después de unas torpes excusas incoherentes me pide que la perdone, pero no puedo. Dice que ya hace tiempo que Carlos se largó con una turista belga, Dios sabe a dónde, y que ella se quedó en un país del Este, de esos que salieron nuevos. Que sigue adelante como puede, pero que aún me recuerda. Frío como el suelo de una catedral, le digo que aunque ya sospechaba que seguían vivos, me alegra confirmarlo. Y añado que le agradecería una enormidad que no volviera a llamar. Ella acepta.

Llega Ana seguida de Carla y de Andrés. El tono funerario de mis últimas palabras provoca que se interesen por la llamada. Pongo cara de entierro, les pido que se sienten y les cuento aquella excusa que inventé entonces, al intuir lo que ocurriría con Carlos y Nuria:

—Era alguien del hotel aquel del Tíbet. Una expedición avistó los cadáveres de Carlos y de Nuria en el fondo de una grieta. Dijo que es tan profunda que resulta imposible recuperar sus cuerpos.

Los tres lloran al escuchar mis palabras. Yo no lo consigo, por más que lo intento.

Los niños nos miran.

Ana y yo nos abrazamos.

—Fin—

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