Un mar de fuego danzaba invisible en los cielos africanos. La naturaleza soplaba con fuerza y, quizás, hasta con rencor… llamaradas calurosas, incluso en los rincones más oscuros de toda Europa. Julio de 2015. La ola de calor más puñetera de los últimos años es el principal problema para la gran mayoría de la población del mundo desarrollado. Subieron las ventas de los aires acondicionados. En las carreteras se formaban retenciones y más retenciones de vehículos ¡Pobre de aquel conductor en cuyo coche el climatizador estuviera averiado! Ni la mismísima Lina Morgan le hubiera arrancado carcajada alguna con sus geniales parodias… Había hasta camiones gigantes volcados en las carreteras con cientos de estos “ventiladores automáticos de frescor permanente” porque las prisas para entregar en el tiempo acordado las mercancías era más importante que sus propias vidas. Pensaba que esas contrarrelojes para satisfacer a los clientes solo era patente exclusiva de los repartidores de Telepizza. Lástima que estos percances privarán a unas cuantas casas de tener en sus habitaciones y estancias una temperatura aliada para combatir el infierno de calor proveniente de África, verdad ¿…? ¡Esto sí que es un problema!
Domingo. Seguimos en julio. No recuerdo la fecha ni falta que hace. Salgo del bloque en donde vivo con mi mujer e hija pequeña para comprar el pan en la confitería de abajo. Eso es otra. El pan lo podemos adquirir ya no solo en el establecimiento primitivo, la panadería sino que te lo venden en gasolineras, pastelerías, fruterías, supermercados, carnicerías etc. Etc. Lo mismo hasta te lo venden dentro de poco en Correos. Así se completaría el refrán: Al pan pan y al vino vino. Ya que es frecuente toparse uno con algún que otro borrachín perteneciente a este sector del servicio público… Demasiados lugares sí que hay para encontrar el pan… nuestro de cada día. Pero el pan no debería de ser solo nuestro sino patrimonio universal para todos los estómagos de la raza humana y además está cargado de tintes simbólicos-religiosos. Los hidratos de carbono son un legado para la humanidad. Por lo tanto nadie, absolutamente nadie puede estar privado de llevárselo a la boca, comerlo, tragarlo y hacer una buena digestión bebiéndose a continuación un buen vaso de agua.
Tres barras de pan blanco a 1 €. La oferta diaria de millares de empresas que ofrecen este básico manjar divino. Salgo de la confitería. Justo al lado de los contenedores de basura, tirado en la acera, aparece un señor entre treinta y cuarenta años que parece haber sido sacado de algún pasaje bíblico o de un relato de Poe. Barba espesa y cabello color marrón. Nariz puntiaguda. Su rostro quemado por un sol de injusticia. Vestía un abrigo con rayas a cuadros que envolvía una especie de pijama liso de color verde. Verde como el moho. Dejaba al descubierto unas piernas y brazos donde el eccema se había cebado con el considerablemente. El olor que desprendía su cuerpo o su alma superaba a los de la propia basura. Serían alrededor de las doce del mediodía. Unas gotas de sudor por culpa de la ola de calor africana nadaban en su frente. Estaba medio dormido o medio muerto, en vida. Me paro justo delante suya y al anteponerme yo entre él y el sol aprovechó ese instante de sombra de un desconocido para inclinar su cabeza y mirarme asustado, atónito, perder la mirada y volver a recostarse. Inclino mi cabeza hacia el cielo. No sé si para rogar a Dios por él o pedirle al sol que enfríe un poco sus tentáculos dorados para aliviar a esta pobre alma. Volví a mi casa. Dejo las tres barras de pan en la encimera de la cocina. Se me ha olvidado una cosa, comento a mi amada. Enseguida vuelvo para el desayuno, repico. Entré otra vez a la confitería compré una botella de agua muy fría de litro y medio, me acerqué al mendigo y sin mediar palabra alguna le puse la botella al lado de su mano derecha. Me miró con aquellos ojos náufragos y levemente observé como sus labios secos se estiraban de forma pausada para agradecer mi gesto con una vacía sonrisa. Volví a mirar hacia arriba y algunos de mis vecinos del bloque contemplaron la estampa, murmuraban, cotilleaban y hubo a quienes les pareció mal que un hombre estuviese tumbado en la acera de una calle transcurrida e hipócrita porque da mala imagen o a lo mejor hasta podría infectarnos con tantas enfermedades…
Ya en casa, de nuevo, al abrir la puerta vi a mi hija que corrió a mis brazos y me dijo con su voz de ángel incorrupto:
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¿Papá que has estado haciendo, papá? ¿Por qué has tardado tanto con el calor que hace?
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¿Papá, papá por qué no tiramos la botella del aire acondicionado que está llena?
Miré a mi hija a los ojos, aparté lentamente la mirada y me acordé de aquel mendigo fantasmal. Sonreí a mi pequeña por el gesto que hice antes y por vaciar la botella… porque nosotros sí tenemos aire acondicionado.
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