El alevín de buitre se arrastró por la superficie del nido hacia el borde del acantilado,  alargó el cuello blanco y delgado hacia el vacío: un primer plano que ocupó la pantalla entera del televisor. Llevaba varios días sin alimentarse, una obligación impuesta por sus progenitores para que abandonara el refugio y aprendiera a buscar la comida por sí mismo. Eso fue lo que dijo un ornitólogo que lo observaba con unos enormes prismáticos.

Me envolvió un sentimiento de ternura.

La imagen del joven buitre intentado echar a volar, estaba cambiando mi forma de mirar a estas aves que esperan pacientemente a que otro ser vivo se pudra para subsistir.

El plano final del reportaje era la panorámica del vuelo de la colonia de buitres: cien parejas a las que había que preservar, dijo el ornitólogo.

La escena me inquietó.

Desde que era un chaval, la imagen del amenazador vuelo en círculos de una bandada de buitres, eran el preludio de una tragedia. Lo había visto en decenas de películas de aventuras.

¿Cómo puedo sentir ternura ante la visión de un joven buitre y a la vez desazonarme viéndolos volar en grupo? Sentí que dentro de mí habitaban dos mundos antagónicos: uno había ido creciendo durante años; el otro, acaba de incorporarse. Ambos competían. Un primer plano me hacía ver la vida de una manera y el plano general de otra completamente distinta. Vivir es aprender a cohabitar con la paradoja.

Y pensé en Patricia, la persona que me dio a conocer a los urubúes.

***

El teléfono sonó a las cuatro de la mañana. La pantalla no me dio ninguna pista: número desconocido. Aunque pulsé con ansia la tecla verde del móvil, me llevé el teléfono hasta mi oreja como si estuviera levantando una pesa en el gimnasio. Solo escuché el sonido abovedado del silencio.

Pasaron unos segundos y la línea seguía abierta. Pregunté varias veces quien llamaba. La voz de Patricia sonó nítida, aguda, suavizada por la distancia. Recuerdo que solté un suspiro largo de alivio. ¿Cuánto tiempo hacía que yo no respiraba aliviado? Se disculpó por despertarme. Me contó que tenía problemas con su teléfono, y que solo podía llamarme a esa hora. No le dije a Patricia que no me había despertado; que estaba despierto. No le dije que desde hacía varias noches no conseguía dormir. Le pregunté cómo lo estaba pasando en Río. En Madrid ha nevado esta tarde, le dije, sonriendo. ¿Desde cuando yo no sonreía? Quizás desde que la había acompañado al aeropuerto.

Patricia se había marchado a Brasil hacía seis días. Volaba primero hasta Salvador de Bahía y luego a Río de Janeiro. El semanario donde trabajaba le había encargado escribir varios reportajes turísticos. Cuando la abracé, me había dicho al oído, antes de dirigirse hacia el control de pasaportes, que me cuidara mucho. Le prometí que lo haría; pero había incumplido mi palabra: apenas si dormía y me consumía la ansiedad. Como al niño al que han pillado en una mentira, agaché la cabeza.

Su voz rezumaba entusiasmo; estaba fascinada por la arquitectura colonial de Salvador de Bahía, se había bañado en la playa de Ipanema y subido hasta el Cerro del Corcovado. En mi cabeza comenzaron a dibujarse las notas iniciales de la guitarra de Antonio Carlos Jobim, interpretando su maravillosa canción dedicada a ese cerro que domina Río. El simple recuerdo de esta melodía, me ayudó a olvidar que mi nombre estaba escrito en las kilométricas listas de desempleados, desde hacía más de un año. Confieso que sentí envidia de Patricia. No diré, en mi descargo, que aquella envidia fuera sana; la envidia nunca lo es.

***

Los años que han transcurrido desde que Patricia me sorprendió con su llamada, me han obligado a hurgar en los recuerdos de aquellos días. Sus palabras aún me arañan el cerebro, como el bisturí lima los restos de un tumor adherido a un hueso.

Las llamadas se repitieron, casi a la misma hora que la primera. Yo fingía que me había sacado del sueño.  

La voz de mi amiga fue perdiendo, sin embargo, el entusiasmo inicial. Yo lo achacaba al cansancio y a que quizá se iba consumiendo su capacidad de asombro.  Brasil, el destino soñado por millones de turistas de todo el mundo, estaba generando en mi amiga un extraño desasosiego.

Estaba a punto de cumplirse la segunda semana de viaje, cuando, en respuesta a mi saludo inicial, me dijo:

– No puedo más. No lo soporto.

El silencio ocasionado por el retardo en la comunicación hizo que aumentara el dramatismo de sus palabras. Sus sollozos se mezclaron con mis ansiosas demandas.

– ¡Los niños, los niños…!

¿Cómo puede haber tanto dolor en solo dos palabras?

Entre hipidos, Patricia me contó la historia de los niños que vivían en un gigantesco vertedero, en el que un camión después de otro, vomitaban cada día los miles de kilos de deshechos de los millones de habitantes de Río de Janeiro. Niños que escarbaban en la basura a la búsqueda de algo que llevarse a la boca, con los mocos colgándoles, hasta cruzarles los labios y resbalar por la barbilla; niños que despegaban restos de los huesos casi pelados, rodeados de moscas; niños que dormían en cuchitriles construidos con maderas y trozos de plástico, encontrados entre la porquería.

Recordé una vieja leyenda oriental, en la que un sabio se lamentaba de disponer de altramuces como único alimento. Alertado por su acompañante, el sabio giró el rostro para ver que había otro sabio que se iba comiendo las mondas que él arrojaba.

Me envolvió un sentimiento de culpa: yo no llegaba a fin de mes, pero, al menos, no tenía que escudriñar entre la basura para poder comer.

Escuchaba su relato, brutalmente detallado, sentado en el borde de la cama, envuelto en una manta, escondido, sin fuerzas para levantar la mirada del suelo. Así fue como oí hablar por primera vez de los urubúes, unos buitres que se sienten atraídos por el hedor de la descomposición. Planeaban sobre el vertedero, negros, con la cabeza pelada y el pico ganchudo. Aterrizaban junto a los niños, con los que a veces competían por un trozo de carne pegado a un hueso, a la vez que emitían unos graznidos cortos y agudos como los de una gaviota; o se alejaban despreocupadamente de los pequeños con su andar torpe y bamboleante, como gallinas en un corral.

Sentí vergüenza de pertenecer al género humano.

Los niños permanecían ajenos a los movimientos de los urubúes. Estos pájaros formaban parte de su paisaje cotidiano. El vertedero era para la mayoría de estas criaturas inocentes e indefensas, el único lugar que habían conocido desde que nacieron; muchos no podían ni siquiera imaginarse que hubiera otra vida más allá de los límites de aquel pozo de mierda y podredumbre. Aunque algunos iban a una escuela cercana, los más, no asistían a clase o se escapaban para regresar al vertedero.

– El hedor también produce adicción– apostilló Patricia.

Pensé en mi hijo, y lloré; lloré como aún lloro muchas noches. No puedo cerrar los ojos. No puedo dormir. Sobre mi cabeza veo sobrevolar una bandada de buitres.

*** 

Por la cara de asombro que puso Toni, la fotógrafa que había acompañado a Brasil a mi amiga periodista, supe que a ella le había sorprendido tanto como a mí, el anuncio que hizo Patricia. Me quedé inmóvil en mi asiento; al contrario que Toni, que se movía nerviosa en el escenario. Les había premiado el reportaje sobre los niños del vertedero.

Recordé en ese momento la última llamada que me hizo Patricia.

–¿Qué puedo hacer?– me preguntó, unos días antes de su regreso a España.

– Tienes dos opciones: o te quedas allí o escribes sobre lo que estás viendo.

No sé como me salieron aquellas palabras ni por qué las dije. Al otro lado de la línea se hizo un silencio. ¿Había cogido por sorpresa a Patricia o era, simplemente, el retardo? Me sentí como un cobarde, como quien increpa a un torero desde la grada.

Mucha calma para pensar, tiempo para soñar” canta Jobim con su acento dulzón en Corcovado. Había escuchado esa canción muchas veces desde el día en que Patricia me llamó por primera “vez. Y yo que estaba triste,escéptico de este mundo”, dice otro verso. Ya no podía instalarme en la ilusión de que el mundo es maravilloso, ese que dibujan las fotos turísticas de playas de arena fina y blanca; no podía permanecer inmóvil ante la realidad que ella estaba poniendo ante mis ojos, y que yo nada hacía para cambiarla. Patricia y yo habíamos viajado a esos paraísos, enviados por la revista, y alojados en hoteles de cinco estrellas. Ahora sé que aquellos hoteles fueron escondites. Y seguía escondido, inmóvil cada noche bajo una manta.

En un viaje a Egipto, nos abordó una niña de unos hermosos ojo negros. Nos ofreció unos frutos secos dentro de un cucurucho. Nos miraba y nos ofrecía su mercancía. Le di una libra egipcia, o sea, una miseria. Me miro y me sonrió. ¿Habrá podido crecer? De aquel recuerdo que me atravesó con la precisión de un florete, me salvó Patricia.

– Me alegro mucho de verte, gracias por venir– me dijo Patricia con una sonrisa luminosa.

– Qué sorpresa nos has hado. Muchas felicidades por este premio.

– Tú me diste la idea: O escribes o te quedas. Quiero volver a aquel vertedero. Quiero sacar de allí a los niños. Las playas están formadas por millones de granos de arena. El reportaje es un grano, mi regreso al vertedero es otro.

Metió la mano en el bolso, sacó un paquetito rectangular y me lo dio.

– Es un disco de Jobim, sé que te gusta mucho. Pero es otro Jobim, la música del otro Brasil. Se llama Urubú.

Viéndola alejarse lo entendí. El bolso de Patricia. Esa era la clave. Su colección de bolsos era la envidia de sus amigas. Y ninguno barato. Una mujer como ella nunca hubiera llevado un bolso como el que ahora llevaba colgado del hombro, y del que había sacado el disco que me regaló. Era un bolso de fibra con dibujos geométricos como los que fabrican algunas mujeres indígenas en Sudamérica. Alguna vez la acompañé de compras. Si dudaba entre un bolso u otro, compraba los dos. Ante las dos opciones que le ofrecí, hizo como con los bolsos, compró las dos.

–¿Qué has hecho con tus bolsos?

Se volvió y me dijo:

– Qué pregunta. Haciendo felices a las mujeres, como siempre.

Esa fue la última vez que la vi. 

***

Hago lo que hace años le dije a mi amiga periodista. Escribo. Las playas están formadas por millones de granos de arena.

Vendió Patricia sus bolsos, los regaló ¿O acabaron en un contenedor? Un contenedor acaso como el que hay frente a mi casa y del que he visto salir a una niña como si se hubiera abierto una caja y saliera un muñeco disparado por un muelle. Mordisquea algo que parece un melocotón. Exhibe, como un trofeo, a un hombre que escarba en otro contenedor, dos manzanas. La niña trepa por el contenedor y abraza con dulzura el osito rosa que el hombre ha encontrado.

Una sombra atraviesa la calle: he visto volar un urubú.

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