Me crié con un padre primitivo, que mató a un gato , en una ocasión, por haberse comido su almuerzo. Una madre católica y apasionada que paría hijos como churros. Cada 13 meses aparecía un bebé en mi casa . “Como vivimos cerca del río, allí dejan las cigüeñas los niños y tu padre los trae casa ” decía mi madre … Y a las vecinas y lavanderas, del río les contaba, “me quedo embarazada casi con tocarme mi marido” provocando las risas maliciosas de sus vecinas. También nos criamos al lado de una abuela ciega, siempre vestida de negro y tan religiosa que nos reunía todas las tardes para rezar el rosario.
En la memoria de mi infancia, era una niña afortunada. Vivía en un paraje de cuento, una pradera con chopos, un río tranquilo y un afluente cristalino, donde había peces, cangrejos, ranas, renacuajos, libélulas y hasta ondulantes culebras. Al otro lado del río cristalino había otra pradera (mi madre nos tenía prohibido pasar a la otra orilla), allí pastaban las vacas de una vaquería y bajaban a beber al río con sus terneras; también había caballos esqueléticos y yeguas escuálidas, que retozaban y brincaban felices.
En el afluente cristalino del río tranquilo, siempre había grupos de mujeres lavando. Restregaban la ropa en sus maderas de lavar y reían. Comentaban los acontecimientos y los trajines cotidianos de la villa. Hablaban como cotorras.
A veces acompañaba a mi madre cuando bajaba a lavar al río y me gustaba observar a las lavanderas que semejaban, con su algarabía, el patio del recreo.
– ¡Cuidado con lo que comentáis que “hay ropa tendida”! – decía mi madre.
Y cuando algún caballo montaba una yegua, provocaba nuestras más inocentes sonrisas, las lavanderas incrementaban su parloteo y me alejaban de mi madre.
– ¡Niña vete a jugar que esto no lo puedes oír!
Luego las oía reír de forma escandalosa como sintiéndose desinhibidas de tantas normas católicas.
Este paisaje se ha convertido en un recuerdo muy placentero de mi infancia. Conservo la imagen de praderas verdes con flores silvestres, dientes de león amarillos, lirios morados, diminutas margaritas blancas, chiribitas con las que mi madre nos confeccionaba collares pasando un hilo por sus corolas.
Allí jugábamos los hermanos con los niños vecinos; subíamos a los arboles, nos bañábamos en el río, pescábamos cangrejos.
Las niñas, cercábamos con piedras una superficie de la pradera con flores y lo llamábamos nuestro pequeño jardín. Allí escondíamos tesoros en el suelo.
Mi madre nos había enseñado a enterrar trocitos de papel de colores tapados con cristales rotos , luego los descubríamos retirando la tierra con cuidado y dejando ver solo el círculo central donde aparecía, un color plateado, o de oro, o papel de caramelos de colores y nos hacía felices por la admiración y exclamación de los otros niños. Un papel de colores y un trozo de cristal era nuestro apreciado tesoro.
Había otro tesoro, que nos atraía mucho, pero estaba prohibido y sancionado con unos buenos azotes de mi madre. Era aquella montaña mágica de desperdicios con un cartel que decía “Prohibido arrojar escombros”. Montones de basura y chapas de botellas que hacían más atractiva la pradera sobre todo para los chicos. Los recortes de trapos vistosos que tiraban las modistas del barrio nos hacían las delicias de las niñas.
Luego fui descubriendo que en mi adorada pradera se tiraba basura. Aquel montón mágico acarreaba nefastos presagios y pesadillas que mi madre se encargaba de enumerar : enfermedades, tétanos, infecciones , piojos, garrapatas.
En el río tranquilo llegaban las cañerías del matadero de la villa y algunos jóvenes cazaban ratas de agua (delicioso manjar, comentaban), y el afluente cristalino a veces arrastraba otras aguas poco saludables. Pero esa realidad no ensombreció mi paraíso hasta que me hice mayor.
Una tarde baje al río cristalino, donde mi madre lavaba la ropa y la restregaba en la tabla que mi padre le había hecho.
En realidad las tablas de lavar en el río (mal llamadas piedras de lavar por ser utilizadas cualquier piedra del río para restregar y frotar la ropa), las hacían los carpinteros , pero mi padre era muy apañado (la necesidad obliga), y él las diseñaba , cincelaba la madera hasta formar en la superficie las ondulaciones para restregar la ropa. La tabla de lavar de mi madre la personalizó mi padre cincelando su nombre.
Como todas las niñas yo deseaba imitar a mi madre y me encapriché de una tabla de lavar y después de dar la lata, a mi padre me hizo una tabla pequeña para lavar con mi madre en el río. … Yo era feliz imitando a mi madre, ahora enjabonar, luego frotar y aclarar; y si había manchas resistentes poner al sol sobre la hierba.
Mi madre no veía, con mucho gusto, esa decisión mía de ser lavandera; siempre me ponía pegas: “que gastas mucho jabón”, “que vas a coger frío” … Algunas veces cedía y me dejaba aclarar algún pañal de mis hermanos pequeños, que muchas veces, se llevaba la corriente del río y mi madre tenía que rescatarlo con un palo
Ahora pienso que mi madre deseaba mejor porvenir para nosotros, sobre todo para las chicas en una época franquista y asfixiante para las mujeres. Su mayor ilusión era que estudiáramos.
Recuerdo que una tarde de verano bajé al río tranquilo para ver si mi madre terminaba de lavar y yo insistía en que lo dejara ya, porque me aburría en casa y no quería cuidar a mis hermanos pequeños.
Se acercaron una pareja de extranjeros (quizás franceses) , a todos los turistas que veíamos en la villa les llamábamos franceses.
Aquella escena de una mujer lavando ropa en el río les pareció pintoresca y por señas nos pidieron permiso para hacernos una fotografía. Mi madre accedió y se levantó de la tabla de lavar y se acercó a mi . Aquella máquina me pareció mágica una Polaroid (fotografía instantánea) ¡increíble!, Salía la fotografía por una ranura de la cámara, yo alucinaba ante ese descubrimiento. Los franceses nos observaban curiosos y después de agitarla para que se secara la tinta nos la entregaron con una sonrisa. Se conserva medio velada, quizás a que mi madre la recibió con las manos húmedas. Posiblemente ya habrían disparado alguna foto (furtiva ), a mi madre mientras estaba de rodillas lavando en el río.
He viajado a países más pobres y he visto escenas que bien podían corresponder a los años 60 cuando vivíamos cerca del rio. Fotografié muchas actividades cotidianas como sucedió con los extranjeros en mi infancia.
Recuerdo como mi madre cargaba un balde de ropa, o un cántaro de agua a la cabeza: “Primero a la cadera y luego con un movimiento rápido a la cabeza para que no caiga el rodete de protección” nos explicaba . Toda una maniobra de equilibrio, semejante a un cargador de pesas deportivo.
La crisis ha desmontado toda la sociedad del bienestar y veo en la fuente cerca de casa como unas mujeres lavan la ropa y se cargan el balde a la cabeza: “Primero a la cadera y luego con un movimiento rápido a la cabeza para que no caiga el rodete de protección”
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