Sucedió en un día de otoño, cuando Juan se encontraba próximo a la jubilación y el dolor de riñones se le extendía a todo el cuerpo. La primera vez que se produjo sintió cierto mareo y estaba agotado de perseguir hojas, y de recogerlas del mismo lugar. Era la estación de más trabajo, nunca estaban limpias las calles de la ciudad que él tenía asignadas; porque el viento antojadizo las movía de allá para acá y los árboles no terminaban de deshojarse. Así que al parpadear la tarde, siempre regresaba a su habitación con la mirada en las hojas del suelo que al día siguiente tendría que recoger, pesándole en los pies los años y como si soportara el peso en los hombros del cielo plomizo. 

  Todo resultaba tedioso, pero aquel día vio lo que nunca antes había observado: las hojas bajaban de los árboles con una parsimonia especial, como si el ritmo al caer lo marcara la música de algún instrumento de cuerda y las guiara hasta aterrizar. Con la escoba empujó una hoja que juguetona y seca hacía cabriolas en el aire y se le escapaba,sintióen el vaivén de su cabeza aquella música de piano que parecía intensificar el ritmo, y Juan se agachó para recogerla. Los dobleces de la hoja y sus bordes rizados le recordaron una forma familiar, y al tocarla resultó de un tacto tan suave como la piel. Sí, ¡la piel de las pastas de un diminuto libro!, con sus hojas arrugadas en los vértices. Leyó el título, se le alegró el alma y la sonrisa le iluminó el rostro. Guardó el librito en la bolsa de plástico, esa que siempre enganchaba a un lado de su carro compañero; el que tenía que empujar.

  A la vuelta de la esquina otra hoja, esta vez de un platanero, su aspecto le  resultó conocido. Agachándose la miró detenidamente y al alargar su mano para cogerla sintió el frío del cristal. Sí, ¡eran unas magníficas gafas! Y más adelante de nuevo, otra hoja enroscada se trasmutó en peluche, que al asirlo sintió un agradable contacto. Sí, pequeño y relleno de arena con forma de animal de alguna selva lejana. Aquel mágico día llenó la bolsa de objetos y utensilios, todos enormemente valiosos.

  Con la luz menguante, ya camino de recogerse a su habitación de alquiler, encontró a la gruesa mendiga con la que solía coincidir, una extranjera venida seguramente de algún país africano y a saber cómo. Estaba hurgando con la mano en una papelera y se llevó a la boca alguna cosa de comer que habría encontrado. Juan notó la suya anegada con saliva de un sabordesagradable, y su rostro reflejó pena por la mendiga. No lo pensó dos veces; ella no tenía nada y él era dueño de todo un tesoro en su bolsa que fue recopilando durante la jornada laboral. Se la ofreció alargando la mano. Pero ella no la cogía, miraba hacia otro lado. Él, mientras alisó su barba blanquecina, intentó comprender el porqué rechazaba una bolsa llena de cosas útiles. Quizá solo quisiese comida, o fuera su orgullo el que no le permitía aceptarla. Asique se la dejó al lado, en el suelo. Y se fue a la soledad de su vivienda. Pero muy satisfecho de la faena, contento por no haber sentido dolor aquel día y con la mirada en el cielo desteñido.   

  En la siguiente jornada el aroma a madera, forrajes y almendras impregnaba la ciudad, como casi siempre en esa estación, y aunque con el sueño viscoso pegado a los párpados, Juan hizo su labor con un ánimo que no recordaba desde el tiempo en el que trabajó los sembrados, allí en su pueblo. El olor le trajo a la memoria una época pasada, cuando de muchacho y sin responsabilidades pisoteaba la vega del río después de un chaparrón, y la fragancia a manzanilla invadía sus sentidos. Sentíase joven, y con energía comenzó a barrer. Poco después al doblar sus oxidadas rodillas para recoger una hoja rebelde, que parecía estar agarrada a la esquina de un puente, sintió en su mano el cálido tacto de la lana. Resultó ser un gorro hecho de ganchillo, que guardó sonriente en su bolsa pensando en la persona a la que se lo iba a regalar. Ese atardecer, que languidecía mansamente, se fue sonriente a la humedad de su lúgubre habitación. 

  Cuando volvió a encontrarse con Juliana, que ése era el nombre de la mendiga; el más parecido al suyo real, y que estaba inmóvil sentada en un banco, la alegría se adueñó de Juan al ver junto a ella la bolsa que le regaló el día anterior; esa que para él contenía un tesoro. Ella le sonrió con compasión, se saludaron y fue entonces cuando aprendieron sus nombres. Entonces Juan colocó a los pies de Juliana otra bolsa repleta y valiosa. Feliz de ser útil y de tener una amistad, recompuso su larga barba cana y continuó tan campante con su tarea.

  Llegó el invierno, que en la ciudad resultaba tan cálido y suave como una primavera. Y aunque eran escasas las bolsas que Juan recogía, al menos llenaba una cada semana, que entregaba con satisfacción y sonrisa de duende a la mendiga.

   Fue así como Juliana, que era negra, se encontró rodeada y dueña de muchas bolsas multicolores que transportaba arrastrando sus pies, cada  mañana y cada noche, hasta encontrar un sitio adecuado para dormir. Sentía una gran lástima por Juan, y para no decepcionarlo no quiso desprenderse de las bolsas. El contento de Juan era debido al logró de atrapar todos aquellos enseres, pese a su condición de errantes, y de sentirse rico al poderlos donar. Cuando veía a la mendiga rodeada de las bolsas, le saludaba alegremente y en el rostro oscuro de ella aparecía una sonrisa beatífica, de labios extendidos y gruesos. Y siempre bajaba los párpados sobre sus ojos saltones y tristes en señal de aceptación. Él se iba feliz buscando la dirección del viento, para sentirlo en la cara y poder dirigir su escoba con precisión. Luego, camino de la soledad de su habitación, respiraba hondo y abría los brazos como para abrazar la ciudad.

  Entonces Juliana, se quedaba con la sonrisa que le resplandecía el rostro y sentada en cualquier escalera, o en alguno de sus bancos favoritos, con sus manos regordetas abandonadas en su halda, pensando en que ya no era tan marginal como cuando llegó a la ciudad. Sintióse muy afortunada, pese a la incertidumbre de no saber donde iba a dormir esa noche, ni qué comería mañana. Porque aunque indigente y sin su familia, tenía todas sus facultades mentales y no le poseían las alucinaciones.

  Un día que amaneció triste como un lunes echó de menos a Juan. Al siguiente Juliana estuvo al acecho. Y otro mal día vio el carro con las escobas y el rastrillo, como estandartes, entre farolas, coches y árboles desnudos. Momento en el que corrió arrastrando sus zapatillas destrozadas hacia él, sin distinguir la barba nívea. Pero quien empujaba el carro no era su amigo. Y entonces en sus costillas le golpeó fuertemente el corazón. 

  Ella tardó mucho tiempo en desatender la obligación de cargar con todas las bolsas que su amigo le regaló, aún sabiendo que lo que contenían eran solo hojas secas. Sí, las hojas caídas de los árboles y las ilusiones de Juan.

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