Era un día luminoso a orillas del Mediterráneo, con un cielo azul que competía en belleza con los ojos de una niña que jugaba en la playa:

—Quiero un castillo de arena, papá. Venga, levántate…

—No paras princesa, y no dejas parar a nadie —dice el padre mientras le hace cosquillas en la cintura —¿Sabes qué voy a hacer? Una cola de sirena con tus piernas. Sí, eso haré, y así estarás quietecita al menos durante un rato. La pequeña aplaudió entusiasmada. El hombre rió como un niño sin dejar de mirarla. Ambos rodaron por la playa hasta que las carcajadas se las llevó la brisa del mar. La estela suena muy lejana…

La luz del sol le golpea directamente en la sien, y aprieta los ojos con fuerza para recuperar la imagen, pero las náuseas le impiden de un portazo regresar al sueño. Los gritos de los niños le sitúan en su escenario habitual: el parque. Cierra los ojos deseando volver al espejismo, aunque su dolorido cuerpo, añorando el bienestar de la inconsciencia, le exige un cambio de postura. Con gran esfuerzo consigue alargar el brazo para alcanzar el brik que encuentra vacío. Entonces comprende y grita:

—¡Joder! ¡Mierda de niños!

Lanza el envase con rabia. El enfado le insufla la energía suficiente para incorporarse; pero los árboles inician una danza macabra que contagia a su estómago y una arcada le obliga a agacharse. Esconde la cabeza entre las piernas y espera… En eso consiste: en esperar a que caigan las monedas y que las monedas traigan el vino, que el vino traiga el olvido, que el olvido acune al sueño y que el sueño le regale retazos del pasado. Aguardar a que el amanecer le traiga dolor y que este se marche de nuevo con el vino.

Ahora quiere vino, mucho vino. Recoge su escasas pertenencias: una manta raída, un gorro de lana, un vaso de plástico, una taza, una navaja y una vieja foto, todo ello dentro de una desgastada bolsa de deporte y camina hacia la concurrida calle mientras desea encontrar un buen sitio para no soportar durante mucho tiempo el peso de sus hombros.

Arrastra sus viejos zapatos acompañado de las miradas de la gente, del ladrido de los perros, de los árboles de la acera, de las fuentes, de los coches. Él solo repara en los niños. En los niños que caminan de las manos de sus padres y los mira de soslayo. Esconde su mirada avergonzada bajo el gorro de lana. La mueca de tristeza que se dibuja en su rostro queda camuflada bajo su copiosa barba. Vuelve a contemplar sus zapatos . De repente, el ruido de sus tripas le recuerda que no ha comido desde el día anterior. Se arrepiente de haber gastado todas las monedas en el licor. El trayecto se le hace cuesta arriba, un sudor frío le recuerda que en cualquier momento las energías pueden fallarle y decide apoyarse en una farola. Por primera vez mira al cielo. Sorprendido, descubre cómo una gaviota sobrevuela la ciudad —seguramente buscará un estercolero, igual que él—.Continúa andando hasta que halla un contenedor, con una mano abre la tapa y con la otra se aplasta la nariz —no quiere que el olfato le impida descubrir las delicias que puede hallar dentro—. Encuentra una naranja, una manzana y un trozo de pan blando. Todo un ágape. Se sienta unos pasos más adelante a saborear los manjares que reconfortarán su estómago, lo único. A los pocos minutos avanza de nuevo hacia su destino, la plaza de la iglesia, lugar que por un lado le sirve para conseguir sus propósitos y por el otro para purgar sus pecados —si es que ello fuera posible—. Cuando asciende la escalinata que da a la puerta del edificio sagrado, se sienta y saca el cartel donde se lee:

«POR FAVOR AYUDA, LO HE PERDIDO TODO»

Tendrá que esperar aproximadamente dos horas, hasta la misa de doce, para que un alma caritativa le eche un par de monedas. Mientras tanto, rezará, y lo hará para que su pequeño ángel caído no permita que los monstruos le susurren en la oscuridad; y para que el licor de Baco acuda pronto a su auxilio. No puede con la carga de aquella terrible historia. Si no se mata, necesita enterrarla en su tumba de culpa y caldo.

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