Una mañana me desperté y pensé que lo mejor que podía hacer era ir a comprar el periódico. Quizá encontraría algo que cambiara mi tediosa vida. En mi casa se daban múltiples usos al periódico: una vez leídos los sucesos, mi padre lo soltaba y comenzaba la pelea entre mis hermanos para conseguir los pasatiempos y las viñetas de humor. Mi madre miraba los anuncios, nunca supe qué buscaba en realidad, y luego separaba las hojas, las rompía en diferentes tamaños y los guardaba en el cajón. Unas hojas servirían para envolver los plátanos en la nevera que, según la vecina del tercero, hacía que se conservaran mejor y no se pusiera negra la piel, otras se usarían para limpiar los cristales: «No hay nada como el papel de periódico para que queden los cristales brillantes y transparentes». En fin, que no había dinero y se sacaba partido de todo.

Cogí a mi perro, bueno, digo mi perro porque me lo encontré anoche cerca del parque, estaba perdido y me siguió. Me lo subí a casa y se ha quedado conmigo: Donde caben dos, caben tres; ya lo dice el refrán, y salí de casa. En el descansillo me encontré al portero limpiando los buzones de correo. «Buenos días. Está fría hoy la orilla para salir tan temprano». Anselmo, siempre tan amable y dispuesto. Al fin y al cabo, ese era su trabajo: limpiar la escalera y el portal y asegurarse de controlar las entradas y salidas al bloque, con la autoridad que le dotaba el puesto y ese uniforme gris de portero de la finca, amén de ayudar con solicitud a cada ama de casa cuando volvía cargada con el carrito de la compra desde el mercado de Canillas. Apoyado en la verja del jardín un tipo daba caladas a lo que quedaba de un cigarro, miraba de lado debajo de una gorra sucia y gastada. Parecía estar esperando a alguien. Pase a su lado y sentí que me seguía con la mirada.

Mi barrio es como un pequeño pueblo en el que todos nos conocemos. Casi todos los que tenemos mi edad hemos nacido en él, cuando nuestros padres llegaron de provincias buscando trabajo para progresar en la vida. Somos los hijos de la inmigración de los años cincuenta y sesenta a las ciudades, de horas y horas de trabajo en  pluriempleos que daban para sacar adelante familias de cuatro o cinco hijos y aun así había hueco para compartir vivienda con los abuelos y algún tío soltero. Como las casas no pasaban de setenta u ochenta metros, se estiraban las habitaciones con toda suerte de ingenios para ocultar camas en lugares inverosímiles: bien se desplegaba una cama al abrir la puerta de un armario o aparecía tras la puerta baja de la librería del cuarto de estar, o se llenaba un dormitorio de literas cruzadas, camas turcas, sofás-cama y toda suerte de camas desplegables, para conseguir colocar a las ocho personas o más, que habitaban ese piso.

Cogí la calle hacia la Iglesia sujetando bien al perro porque, en cuanto se cruzaba con otro, se erizaba y se ponía a ladrar como una fiera. En la puerta de la Iglesia, además del mendigo habitual, estaban dos de mis colegas del barrio con las bolsas de deporte en el suelo, charlando. Por su aspecto despeinado, estaba claro que se habían pegado un madrugón y habían salido de casa con las sábanas pegadas y el chándal puesto con prisa y desgana, y que se habían saltado el paso por el baño para limpiarse al menos las legañas y pasarse el peine. « ¿Qué haces por aquí a estas horas? Si fuera por mí aún estaría sobando. Pero ya que has madrugado, podrías venirte al partido y así al menos tendríamos algún animador. Vente, que luego nos iremos a tomar unas birritas y deja a esos amigotes de los perros que te has echado últimamente. Te van a traer problemas algún día». Sin pensármelo dos veces, asentí y quedé con ellos en la cancha del colegio donde se jugaba el partido. El tipo que había visto antes venía caminando hacia nosotros. No le di más importancia y, como aún quedaba más de una hora, pensé en tomarme algo caliente y me dirigí a la churrería que está a dos manzanas de la Iglesia. Un par de churritos calentitos con chocolate me harán entrar en calor.

Al salir, vi de nuevo al tipo de la gorra que seguía en la puerta de la iglesia hablando con otros dos, hablaban mirando al suelo y, de vez en cuando levantaban la vista con recelo como asegurando que todo estaba en orden a su alrededor. Se quitó la gorra, se rascó la cabeza y comenzó a alejarse de los otros dos sin retirar la mirada de la gorra que llevaba en la mano.  Mis pasos me llevaron a la calle de Alcalá, el tipo me intrigaba y sentí curiosidad, así que le seguí a cierta distancia. Se había levantado el sol, el día estaba precioso, me deleité paseando por la acera, haciendo como que miraba los escaparates. Como era pronto, no había demasiada gente en la calle ni tampoco mucho tráfico, se agradecía el silencio, bueno si podemos entender que llamamos silencio en una ciudad a la sensación de un momento en el que se reduce el ruido habitual. Pasé por delante de la plaza de toros de las Ventas, la Monumental como le dicen en la tele, cruzando varios puestos que estaban montando porque seguro que por la tarde había corrida a las cinco. Delante de la plaza, vi un quiosco de periódicos y me di cuenta de que aún no lo había comprado.  Me dirigía hacia el quiosco cuando el tipo de la gorra cruzó el semáforo hacia la calle que lleva al parque de la Fuente del Berro. Es un parque precioso en el que jugaba cuando era niño. Es sombrío y fresco y allí pasábamos las tardes de verano mis hermanos y mi madre, que nos llevaba en una bolsa de plástico la merienda. «Esto es gloria bendita –decía- ¡qué bien tienen que vivir los ricos en palacetes con jardines como este!» Tiene una gran cantidad de árboles, todos diferentes, y lo que más me gusta: los pavos reales. Según te acercas, puedes oír el graznido de los pavos y, si tienes suerte, ver a los machos desplegando el abanico azul eléctrico que tanto gusta a sus descoloridas hembras. El guarda, al verme, me saludó, le conocía desde chiquillo, y me preguntó si le podía echar una mano con la cerca del estanque de los patos, se había caído y no la podía sujetar él solo. Yo, como no tenía nada mejor que hacer, até al perro al tronco de un árbol y agarré la malla metálica mientras él la clavaba a las estacas. Mientras le ayudaba, pude ver a lo lejos al tipo de la gorra paseando por allí, sin prisa, mirando de vez en cuando alrededor. « ¿Te has enterado de lo que pasó anoche en el parque? ¿Ha salido hasta en el periódico de hoy!» Pues no, no me había enterado. Claro, si aún no había comprado el periódico. Algo me decía que hoy tenía que comprarlo. «Parece ser que unos colgaos se juntaron allá abajo para hacer pelear a sus perros y dio la mala suerte de que pasara por allí una chavala en bici y se fueron tras ella. Dice que no la han dejado nada bien los chuchos. Ahora su padre se pasea por aquí a ver si los encuentra y no quiero pensar lo que les haría. Porque le han fastidiao bien la vida al tipo. Malditos haraganes malnacidos… ya se podían de dicar a arrimar el hombro en vez de tirar el tiempo con jueguecitos crueles. Pobres animales y pobre chica…Mira, ahí viene». Por el sendero, el tipo de la gorra se acercaba con paso decidido hacia nosotros.

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