Vuelvo a mirar el cielo y arranco el coche. No me quito de la cabeza aquel anuncio tan tonto. Si vivieran aquí sabrían bien a qué huelen ciertas nubes.

“¿De qué  color es el miedo?” dice un publicista sarcástico en mi cabeza. Pasa del naranja al morado en un baile macabro que refleja  llamas en el cielo.

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Me adelanta una avioneta que roza los tejados. Otra, dos minutos después.

Qué ironía. Cuando nació mi hija pensé que una de las desventajas de que viviera en un pueblo serían las cosas que no vería. Tendría que compensarla. Llevarla de vez en cuando al aeropuerto, para que aprendiera de aviones. Enseñarle lo que era un tren, un autobús y un ascensor.

Tenía siete años cuando vio cómo los helicópteros cargaban agua de la piscina municipal. Nos desalojaron a toda prisa un pesadísimo día de julio, como este. Con las mismas nubes extrañas lanzando señales  al cielo.

Desde la puerta del bar pudo comprobar la fuerza del viento en las hélices, cuando  los cristales de los vestuarios se hicieron añicos. Aún tenía  las coletas chorreando y me apretaba con fuerza el brazo. Envueltas en las toallas, ella sentada en mis rodillas.

Dos años más tarde cerraron el colegio. Aquel edificio de aulas llenas en el que yo estudié, que no pudo sobrevivir al éxodo de las siguientes generaciones. Entonces dominó con soltura el tema del autobús en apenas un mes. Jornada completa y comedor escolar. Al más puro estilo urbanita. Carreteras eternas desde primera hora de la mañana.

El bachillerato le enseñó el dominio del tren y de los pisos de alquiler. La universidad trajo el carnet de conducir por absoluta necesidad. Hace mucho que los viajes a centros comerciales y sus ascensores sustituyen a las pequeñas tiendas que fueron cerrando en el pueblo.

A la rutina del verano hemos sumado helicópteros  y  avionetas regando fuegos en color rosa. Y esas nubes terribles que de repente aparecen tras un par de jornadas de aire irrespirable.SAM_1172.JPG

No hace tanto que el calor traía agua con las tormentas, pero ya no sucede. Todos sabemos que nuestros montes arderán. La pregunta cada año es cuándo y dónde.  El peligro más grave  está siempre donde un hombre no  llega andando. Queda donde nadie puede meterse porque la maleza cubre los caminos. Allí donde sólo llegan los rayos.

El coche me lleva  hasta la curva del mirador. Veo la carretera, tomada por hombres de uniforme que no me van a dejar pasar. Así que subo por la pista forestal  que parte de allí y que me llevará a la vieja masía. Sólo quiero acercarme un poco. Lo justo para hacerme una idea de por dónde andan las llamas, saber cómo las dirige el aire…Pero no  puedo atravesarla, al momento me topo con bomberos y forestales que cortan el camino. El fuego ha cruzado ya por la pista: “no puede usted seguir por aquí”  Así que doy media vuelta. Me alejo asegurando que vuelvo a casa, después de aguantar una buena reprimenda.  Y en cuanto giro la curva que me pierde de vista aparco en un pequeño camino que se adentra en un bancal de almendros y bajo del coche.

El último gran incendio de la comarca terminó con una multa para los vecinos que acudieron a apagarlo cuando no se resignaron  a la falta de medios. Eso me falta. Apenas puedo cubrir los gastos con la pensión de viudedad que me ha quedado y  los trabajos mal pagados que  se suceden año tras año. Pero aquí no hay Guardia Civil que me pida el DNI. La he burlado y el control de la carretera  ha quedado  más abajo.

Ando hasta los bancales de almendros perdidos que hay junto a la Fuente de los Olmos. Desde allí podré subir por el antiguo paso que bordea la pared hasta el alto de la sierra. Hasta la masía de mis abuelos.

Los bancales cubren hasta mitad de la ladera. Están perdidos, pero aún se puede andar por ellos. Mi abuelo me llevaba por el atajo, que entonces era una senda despejada por donde su ganado bajaba a abrevar. Camino por aquel pedregal  y llego hasta dónde puedo recordar. La ladera sube. Veo humo detrás.

Me cuesta casi diez minutos encontrar el principio  de la senda. En algún sitio delante de mí la imagino. Hay más de media hora de camino cerrado que sube en un ángulo imposible. Las ramas que se partieron bajo la última gran nevada siguen allí. Cerrando los pasos. Sobre ellas crecen las aliagas y los jarales. No hay más que abandono por donde miro. Ya lo sabía. Es el abandono que llevo viendo desde hace años, entre los hombres, las casas y los campos. Pero  hoy pesa como hormigón mientras me esfuerzo en subir. Todos sabemos que nuestros montes arderán. Es conversación recurrente en los pocos bares que sobreviven en el pueblo.

La gente cuidaba el monte. Era su pan, su medio de vida. Los carboneros, los agricultores, los cazadores…los de la puncha, los madereros, los pastores y los ganados; los agricultores y los  colmeneros…la gente de las masías. Ya no queda ninguno de ellos. 

El monte me lo echa en cara. Me arañan los zarzales, recriminan el abandono. Las piernas me arden mientras atravieso los aliagares que intentan apresarme exigiendo un juicio justo ante la inminente sentencia. Las carrascas le susurran al poniente que tienen miedo.

Trepo buscando la senda mientras mi mente repasa conversaciones sin sentido. Mi prisa tiene mucho que ver con el miedo a que me pillen y me saquen de allí a patadas sin poder volver a ver  la masía de mis abuelos. El fuego, terrible y poderoso,  también me asusta. Pero estoy en mi casa, en mis campos. Podría caminar por ellos a ciegas. De hecho es lo que hago, subiendo la pendiente. En mi cabeza resuenan mil voces desordenadas.

Mi abuelo me habla de ordeños, mi hija me llama por teléfono, mi marido me habla del futuro desde su cama del hospital. Dos años de ingresos, de peregrinaje…de ambulancias de horarios eternos…del castigo de elegir el monte.

Mi abuela me cuenta de recetas mientras amasa los mantecados de Navidad. Mi hija insiste en que abandone el pueblo.

“Mamá ¿Por qué no te vienes? ¿Y qué haces ahí tú sola? En mi finca hay un piso que se alquila. El niño nacerá en septiembre y tengo que buscar quien me ayude….”

Y cómo decirle que no quiero. Que hace mucho que elegí quedarme. Cuando se marcharon mis amigas y mis hermanos.

Y cómo decirle que no puedo abandonar mis cuatro gallinas y  mi  vieja gata. Que si me voy no podré plantar las coles que ya tengo en los semilleros, rompiendo aguas sobre la turba negra.

Cómo decirle que necesito hablar con la noguera cada día…Que me quedé porque amo mis paisajes. Lugares destinados a ser ceniza, porque ya no hay hombres que vivan de ellos.

Llego a la cima sin resuello y empapada en sudor. El humo me ciega un momento. No, no es el humo, es la impotencia.  El alto forma una pequeña planicie donde parece que el fuego avanza despacio. A lo lejos veo lo que  busco. Las carrascas de detrás de la masía están ardiendo, las ruinas llenas de maleza, también. Un grupo de brigadistas vestidos de amarillo pelea contra las llamas entre los bancales donde mi abuelo plantaba trigo. Allí no hay árboles y es más fácil. Un destello de delirio me lo trae a la memoria,  hablando de la cantidad de mies que podía llegar a recoger en un año. No eran kilos. Eran barcillas, carros, jornadas… la carga que podía acarrear el macho hasta el molino, el tiempo que podía alimentar a una familia…

Los últimos de una tribu olvidada. La cultura ignorada que se perdió en silencio con cada corral abandonado, con cada masía arruinada. No hay retrato ni guionista que lo documente. No habrá película para el último de esta raza. El castigo de ser siempre ciudadanos de clase b.

Recuerdo a mi abuelo segando las cebadas, a la abuela haciendo embutido, a mi madre sacando pan de aquel horno. El pozo, con el agua siempre contada. La masía donde nacieron mis tíos.

Pero hace mucho que todo aquello cayó en el olvido. Sólo quedan las ruinas que visitamos cuando subimos a la sierra a coger poleo. De repente me doy cuenta: es la misma visita obligada que la del cementerio en Todos Santos.

Mi hija no recuerda  la masía activa. Ni ha visto los higos secarse en cañares, ni sabe segar. No distingue el tomillo del té de piedra.

La culpa  es nuestra, quisimos que lo olvidara. Nos empeñamos en que se marchara lejos, donde todo aquello no le haría falta, sabiendo que de este mundo  no quedaba más que hambre. Ni trabajo digno ni futuro. Sólo cenizas.

Aquí ya no hay yeros, ni cebada, ni trigo. Sólo maleza que arde. Y brigadistas desesperados.

En un instante de lucidez me pregunto por dónde han llegado. No hay camión  ni puesto de mando. Sólo ocho hombres y alguna herramienta. Arde la pista forestal que cruza hasta el alto  ¿cómo han subido? Un helicóptero que nos sobrevuela responde con un estruendo a mi pregunta.

Uno de ellos me encuentra a lo lejos y me mira como quien ve un fantasma. Deja la lucha, se acerca corriendo, me agarra del brazo y retirándose el casco me grita:

-Señora… ¿se puede saber qué  hace usted aquí? ¿Cómo diablos ha conseguido llegar?

Me entran ganas de gritarle que el intruso es él, que yo estoy en mi casa. Pero entonces  le veo la cara. Ennegrecida  en sudor reseco, los ojos agotados. La opresión del poniente  marcada en las ojeras. Me pregunto qué temperatura habrá junto al fuego.

Es un hombre joven,  agotado. Trabajando, como buena  gente del campo, en la faena más dura por sueldos de miseria. Los beneficios siempre se los lleva alguien que no arriesga el culo. La vocación mandando en la razón. Es un buen hombre que también ama los paisajes, de lo contrario no estaría en la primera línea de fuego de esta guerra.

En su mono pone el nombre de una ciudad a 200km de aquí.

Mira la masía y me vuelve a mirar: “¿Es que hay algún animal o algo de valor?”

Las llamas crujen sobre  las antiguas vigas. Nada. Ni trigo, ni miel, ni aceite, ni almendras. Ni cabras, ni abejas, ni aquel perro pastor.

Hace mucho que no hay nada de valor. Desapareció con quienes la habitaban.  El único dinero que mueve la masía de mi abuelo son las avionetas que la sobrevuelan desde ayer. Una cada dos minutos. Brigadas, bomberos, técnicos, agentes medioambientales….Fuego que genera dinero a falta de hombres que generen monte. Miseria que cultiva cenizas.

Niego con la cabeza. Noto frías mis lágrimas.

Lo único de valor que hay aquí es, como siempre,  la vida de los hombres que la defienden.

-Que se vaya- Insiste.

Le digo que sí y me doy la vuelta. Cuando ando varios pasos me giro. De pie en el mismo sitio me sigue con la mirada. Quizá no se fía de que obedezca. Pero no, no es eso. De repente entiendo el por qué.

Le señalo la dirección de la senda inexistente y le grito:

“Por aquí hay una bajada bastante segura de unos diez minutos hasta los bancales de almendros. Están perdidos, pero os protegerán del fuego si tenéis que salir. Y cruzándolos llegaréis hasta la pista.»

Asiente con la cabeza, agradecido. El vuelve a su lucha y yo a la mía. Al pueblo. A las casas vacías y  las tiendas cerradas. Los colegios sin niños, las granjas arruinadas. A las cosechas de ceniza.

Vuelvo a explicarle a mi gata que ya es hora de hacer cambios. A tirar los semilleros, a despedirme de la noguera y de las gallinas, a bajar las persianas…Vuelvo a mi casa para hacer las maletas.

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