Alto, aunque no lo parecía por encorvarse como un interrogante. De ojos profundamente negros como azabache pulido. Rostro de ríos hechos con soles de injusticia, que le hacían parecer un viejo marinero aunque aun no fuera anciano. Con una barba hecha de mechones descastados y  sin recuerdos de buenas tijeras, aún menos  de una simple barbería.

Fuera verano o invierno, colgaba, más  que llevar, un abrigo repleto de todo menos de presencia. En su día fue negro pero ahora enseñaba todas las modalidades de gris que podría contener un catálogo de pinturas.

Sus zapatos libres de cordones al uso estaban reemplazados por cuerda de atar paquetería. A juego, unos pies sin calcetines, como los turistas en Niza!

Le llamaban El Hocicocioso.  Unos dicen que por encontrarlo merodeando en depósitos de basuras como perro que mete el hocico y por estar sentado de una manera ociosa la mayoría del tiempo con la mano en forma de cuenco demandando la pertinente ayuda  hecha moneda.

Poco, muy poco se sabía de él. La mayoría le miraba, con ese punto de superioridad que la altura da  hasta llegar a su figura sentada en las aceras que rodeaban los supermercados.

Le veían  tantas veces que era parte de la ciudad, uno más, casi como el mobiliario urbano, aunque Hocicocioso no tenía el membrete de homologación de la consejería  consistorial.

De su garganta salían palabras, pocas. Algún gracias, por las monedas, un adiós dicho entre dientes a quien no le daba la limosnita y su reconocible: Yepaiii! cuyo significado nadie sabía descifrar.

Una mañana me acerqué al Colmado Real,  cercano a la Plaza Vieja  y allí reconocí  a Hocicocioso el  pedigüeño ante el local de ultramarinos. Yo, en ese momento  nada tenía que hacer más que perder el tiempo. Me entró la curiosidad y me acerqué  a él dejando caer el cambio que llevaba en mi bolsillo. Era poco, pero  lo recogió en su mano/cuenco  con una media sonrisa que enseñaba unos dientes  que más que dientes eran teclas de clavicordio. Unos por las teclas blancas, otros por las negras…de los que aun mantenía asidos a su boca.

‒Buenos días, Hocicocioso. ¿Qué tal va el día? ‒ pregunté como quien no quiere la cosa.

‒Bien, gracias‒  respondió mientras seguía mirando a un lado y al otro de la calle.

Poca respuesta para mi, por lo cual seguí en el presunto diálogo.

‒ ¿Qué tal va todo? ‒ le solté sin medir la pregunta.

‒Depende‒ contestó.

‒ ¿De qué?

‒Pues de lo que usted quiera saber, ya que Todo me es imposible. Quizás si me delimitara la cuestión…

Me sorprendió con esa respuesta limpia, lúcida, hecha con una voz bien medida y su mirada de azabache brillando como una chispa.

‒Pues de cómo te encuentras y todo eso, ya sabes.

‒Mire, yo solo sé lo que sé. Ahora me encuentro  sentado, al sol, con algo de hambre y con ganas de salir a tumbarme a la sombra.

Quedándome sin más argumentos para continuar en mi intento de conversación, abogué por acompañarlo a la fresca sombra de los árboles centenarios que al otro lado de la plaza se erguían. Sorprendentemente, aceptó y caminamos hacia allí.

Bajo la redentora sombra, con la tranquilidad que da la hierba bien segada, seguimos en la cuasi charla que yo proponía.

Podría ser que la soledad de aquel hombre le incitara a mi compañía,  pero me di cuenta que su mirada era de compasión más que de comprensión.

Hablamos del  tiempo, de si le daba para vivir,  si tenía familia…  De la exclusión social. Ahí cambió todo.

Cerró los ojos como quien se contiene  y perdona. Al abrirlos, el azabache era carbón tallado y luego fue diamante.

‒Caballero‒ me dijo ‒, quizá será que hace ya mucho tiempo que no tengo conversaciones en las que pueda explicar detalles de mi vida,  hoy se ha dado ese momento…

De su boca se borraron ante mí los detalles de pobreza y miseria y se desplegó quién era aquel hombre.

Me contó que salió de la Universidad con el talento de una mente ágil y versada en Ingeniería mecánica, y me habló de mecánica de fluidos y de análisis estructural. De una gran empresa en la que trabajaba viajando por todo el mundo. De la ilusión de poder estar allí donde él quería. De las maravillas de Estambul  hasta los detalles geográficos del Chaco paraguayo, pasando por las noches en mitad del Atlas, allí donde las estrellas se perciben con una nitidez casi mágica.

De aquella mujer bella e inteligente  que conoció en la Rue Sant Michel  con la que vivió un tiempo y que aún sigue estando en su corazón.  Habló del  amor, del azar, de la vida y de la muerte, de la sinrazón de los movimientos que finamente ahogan al mundo y a la humanidad. De Shoppenhauer y de Kishnamurti. Shumann y Erik Satie.De Heráclito y de García Márquez…

Hizo un gran suspiro, volvió a sonreír y, en tono dulce  y sereno, dijo.

‒Amigo mío, yo no soy un excluido  de nada ni de nadie. Que tenga un buen día.

Callé y mi vergüenza se hizo silencio, sabiendo que en aquella mini sociedad  de dos  me sentía el excluido.

Volví sobre mis pasos y oí desde lo lejos:  Yepaiii            

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