Nadie me creyó cuando dije que esa hilera de luces que se desplazaba en el cielo del noroeste al sureste no eran ningunos satélites. “Deben ser los rusos que vienen a invadirnos”, se burló un vecino cuando se lo comenté. Como tampoco me creyeron en el diario cuando les conté que llevaba varias noches observando luces rojas entre las lunas de Júpiter. O las que, cercano el amanecer, viajaban hacia el noreste. “Son satélites de una empresa de telecomunicaciones. Nada que ver con marcianos ni enanitos verdes”, me respondió Carlos, mi profesor de Astronomía, cuando le pregunté. Así que no vengan a quejarse ahora de estos pequeños seres verduzcos de profundos ojos negros que nos están empujando hacia las naves que aterrizaron ayer.

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