Hacía frío. Era mediados de enero, en pleno invierno. La gente iba y venía por las calles de Valencia, siguiendo un ritmo tranquilo, pensando en sus quehaceres o reflexionando sobre sus principios. O tal vez simplemente paseaban para ir de algún lugar a otro.

Yo era nuevo en Valencia. No había estado nunca. De hecho, ni siquiera era de la Comunidad Valenciana; en absoluto, era del norte de España, de un pueblo cercano a Salamanca, para ser más exactos. Tenía diecisiete años y acababa de entrar en el Grado de Ingeniería Informática de la Universidad Politécnica de Valencia. Nada más llegar aquí, me percaté de que todo se movía de una forma diferente.

Cuando alguien se chocaba con una persona, dependiendo de cómo fuera la situación, quien hubiera colisionado con el otro de manera involuntaria, pedía disculpas. En caso de no hacerlo, cada uno volvía a su paseo, mostrando una expresión contrita de total indiferencia. Pero no era esto lo que más llamaba mi atención, ni tampoco el hecho de que hablaran otra lengua, similar al castellano pero diferente al mismo tiempo, sino el trato que se profesaba a los indigentes.

Yo vivía junto a la Estación del Cabañal, puesto que era lo que me pillaba más próximo a mi facultad. Y por mi zona había muchos vagabundos. Los transeúntes evitaban tan siquiera mirarlos. Los mendigos solían apostarse delante de los supermercados, portales de fincas y algunos establecimientos donde preponderara gente con abundancia.

Un día, volviendo a casa, a mi piso de un bloque de la calle del Poeta Vicent Andrés Estellés, me encontré con un hombre sentado enfrente de los cubos de la basura. Era ya por la noche, dado que ese día acababa casi a las nueve de la noche, por mucho que el profesor nos hubiese dejado salir media hora antes, yo había llegado entonces porque había un trecho desde mi facultad a mi piso.

Reconozco que no me dio buena espina. Estaba sobre unos cartones, recostado contra la pared. Tenía la mirada perdida, una mochila entre sus piernas y un cartón de vino en la mano derecha. De frente ancha, largo pelo negro desgreñado y ropas sucias, el hombre parecía importarle poco o nada lo que hubiera a su alrededor. Quizá ni se hubiese percatado de estar junto a unos cubos de la basura.

En mi fuero interior sabía que no debía acercarme a él, pero me dio lástima y lo hice. Tardó un poco en percibir mi presencia. Menos mal que había cogido el abrigo, porque a pesar de ser una ciudad cálida, esa tarde hacía frío en Valencia.

-Buenas noches, hijo -dijo el hombre con una voz ronca, propia de quien lleva mucho tiempo sin hablar con nadie-. ¿Volviendo a casa ya?

-Sí -musité, casi en un susurro-. He tenido un día duro.

Su aliento apestaba a alcohol. La vida de este pobre hombre debía de haber sido muy miserable. Tal vez tan sólo rondara los cuarenta años. ¿Qué había de malo en quedarme un rato con él y hacerle un poco de compañía?

-Eso está bien -dijo el mendigo, tosiendo.

-¿Le molesta si me quedo aquí un rato, hablando con usted?

-Claro, hijo.

-¿Cómo le llaman?

-Mi nombre es Ricardo Echeverría Santana, joven.

-Yo soy Jorge Satorre Pons. -Le tendí la mano y él me estrechó la que tenía libre.

-Pareces un buen chico. ¿Qué estás estudiando?

-El Grado de Ingeniería Informática.

-¡Ah! -Exclamó, abriendo los ojos, sorprendido-. Yo tenía una empresa de informática antes de la crisis económica.

-¡Vaya! -Solté, impertérrito-. ¡Menuda casualidad! ¿Y qué pasó, si no es indiscreción, señor Echeverría?

-Quebró -rezongó el indigente, con amargura-. Todo se fue al traste. Mi mujer me dejó en cuanto vio que la vida de lujos a la que estaba ligada conmigo se le esfumaba de las manos.

La gente, especialmente estudiantes que volvían de sus clases, se nos quedaba mirando sin comprender por qué alguien tan joven como yo me quedaba a hablar con un vagabundo, como si fuéramos iguales. Parecían no comprender que, precisamente, éramos personas los dos. Tanto él como yo. Nos observaban con extrañeza. A mí como si estuviera loco y al pobre Ricardo, con misericordia, como lo había hecho yo también.

-Cuánto lo siento -repuse, compadeciéndome de él-. ¿No pensó en buscar otro empleo?

-¡Por supuesto! -Saltó, a punto de llorar-. Pero tenía que pagar a los empleados que tuve. Cobrar las deudas que la empresa tenía, porque aunque mi abogado me lo sugirió, yo no quería ser tan inhumano como para desentenderme de esas personas que tantos años estuvieron a mi cargo. Mi mujer se quedó con la custodia de mi hija alegando que era un desalmado y un perdedor, que no podría darle una educación decente. Después, conoció a un banquero y se quedó con él. Hace tres años que no sé nada de ellas. Cuando me impidió ver a mi hija, caí en la desgracia. El banquero con quien se casó a punto estuvo de denunciarme y de ponerme una orden de alejamiento.

-No sé qué decir -respondí, apenado-. ¿Puedo hacer algo por ayudarle?

-Ya has hecho suficiente, hijo. Me has escuchado. No has pasado de largo como hace la mayoría. Sin embargo, déjame darte un consejo: no te montes una empresa, trabaja para otros; sé que es más difícil que tener un negocio propio, pero por lo menos, tendrás la consciencia tranquila.

-Lo tendré presente.

Tomé una decisión. Cogí mi cartera y le entregué un billete de 20€.

-Es todo lo que tengo en la cartera -expliqué-, pero podrá comprarse algo para cenar. Y, por favor -añadí, echando una ojeada al cartón de vino-, deje la bebida. Cada día, siempre que pueda, si sigue por aquí, me quedaré a charlar con usted.

El señor Ricardo, lagrimeando, aceptó el billete de 20€ y se lo guardó en el bolsillo como si fuera un tesoro. Después, me estrechó la mano y me fui para casa, contento de haber hecho una buena acción.

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