Es la tercera vez que me pilla esta semana y solo estamos a martes.

No sé si mi jefe ha adquirido alguna cualidad fantasmal que le permite entrar en el despacho como una sombra o yo he perdido reflejos, pero lo cierto es que ya en tres ocasiones se ha colocado al lado de mi mesa sin darme tiempo a cerrar la pantalla en la que trato de componer, sin mucho éxito hasta el momento, el relato que tengo intención de enviar al concurso del ayuntamiento de mi pueblo.

El plazo finaliza el viernes y avanzo con dificultad.

Podría mandar cualquier cosa, pero no quiero quedar mal delante del jurado. Al fin y al cabo si envío el relato es porque me llamó el alcalde en persona para sugerirme que participara. La llamada de Carlos me sorprendió. Llevábamos sin hablar dos décadas al menos, desde que él se sumergió en la política local y yo emergí desde las tinieblas de nuestro pueblo como lava que lleva el diablo. Antes habíamos tenido algún encuentro amoroso y varios encontronazos dialécticos que, sin saber cómo, volvían a llevarnos al encuentro amoroso del principio. Un bucle del que salí cuando apuntó, como sin querer, que no le vendría mal estar casado para su carrera política.

—He sabido que escribes, por eso te llamo —me dijo, tras los saludos y las exclamaciones de sorpresa por mi parte. No le pregunté cómo se había enterado, pero reconozco que por un momento pensé que seguía en la red mi trayectoria de escritora aficionada y que en consecuencia no me había olvidado, pero lo descarté enseguida, en cuanto recordé que su madre y la mía compartían gimnasio y piscina.

—Buscamos narraciones sobre la experiencia del regreso —añadió.

—Yo no he vuelto —le dije. Ni pienso volver. Esto último me lo callé.

—No es necesario que sea un retorno definitivo, puedes hablar de cuando visitas a tus padres algún fin de semana o por Navidad o te lo inventas, qué más da.

No me atreví a negarme y le respondí que sí, que enviaría el cuento.

Así que aquí estoy, con un ojo en la pantalla y otro en la puerta, describiendo las calles de nuestra adolescencia.

Llovía siempre. Al menos en mi memoria.

¿Llevas paraguas? Preguntaba mi madre, en cuanto me oía abrir la puerta para salir. Yo siempre contestaba que sí, pero no lo cogía. Llevar paraguas era de viejos. Para nosotros sobraba con la capucha de una especie de guardapolvo impermeable verde que vestíamos todos los adolescentes. Piojo le llamábamos. Luego lo he visto en las fotos de los miembros del movimiento mod, pero entonces era únicamente el uniforme de aquellos que acabábamos de abandonar la escuela.

A ver déjate de piojos y concéntrate, me digo, mientras no quito la vista de la puerta entornada.

Lo único que recuerdo es que llovía. Llovía siempre, así que comienzo a escribir sobre las tardes de invierno de mi adolescencia y vuelven a mi memoria los baldosines encharcados que cobraban vida cuando los pisábamos y los árboles viles que se convertían en peligrosas duchas a nuestro paso.

Las palabras me retornan a la bruma traspasada por la luz amarillenta de los faros y en lugar de escribir sobre los pies fríos y húmedos y sobre la gota helada que se colaba por el interior de nuestros jerséis, deslizándose insolente por la espalda, decido rememorar la alegría desbordante que sentía al llegar al aula seca y caliente del instituto o al sumergirme en la atmósfera densa y pegajosa de la sala de juegos, cuando cerraba con fuerza los ojos para evitar el picor del humo que los irritaba sin remedio. A ver si soy capaz de describir el calor que enrojecía mi rostro y el vuelco que daba mi corazón cuando lo encontraba en la última fila de la clase, emborronando con caricaturas de profesores el cuaderno recién abierto o al fondo del local de los billares, adelantando las caderas al compás del bamboleo de la máquina de petacos.

Lo releo. Me parece cursi y busco otra expresión para “vuelco en el corazón” No es fácil. Es lo que tienen las frases hechas que son las que mejor explican lo que quieres contar.

Levanto los ojos a tiempo de entrever a mi jefe en el umbral de la puerta. Le sonrío y cierro la pantalla. Él también me sonríe y para disimular me pregunta si estoy muy liada. Miento y le digo que sí.

Miento también en el relato para hacer creer al jurado que las calles de mi pueblo me devuelven al primer amor, a los años en los que todo quedaba por hacer y la vida se asemejaba a una noche en las barracas de la feria, aburrida solo cuando te tocaba esperar la cola, y olvido relatar el entusiasmo con el que celebré aquel trabajo que me llevó lejos de este pueblo y del que hoy es su alcalde.

El cuento que me gustaría escribir no puedo mandarlo al concurso. ¿Quién iba a premiar el relato de alguien que nunca quiso regresar, que describe su pueblo como una sucesión de oscuras calles cortadas en las que apenas si podía respirar, que recuerda los sábados por la noche como si fueran un único sábado por la noche, con las mismas copas y las mismas caras, y donde nunca dejaba de llover?

Sin querer, he debido permanecer un buen rato con los ojos cerrados mientras me veía, en una esquina de la pista de baile, jovencísima y mortalmente aburrida, con un vaso largo en la mano derecha y simulando bailar, mientras buscaba a Carlos con la mirada con la esperanza de salvar la noche, porque cuando los abro, como si despertara de un mal sueño, descubro que han transcurrido veinte años y mi jefe avanza hacia mi mesa con una sonrisa que grita te he pillado otra vez y ya no tengo tiempo de pulsar el dedo y ocultar el relato. Mierda.

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