CALLE BARQUILLO, 11:23 AM

CALLE BARQUILLO, 11:23 AM

Pedro Lopez Perez

05/03/2017

Entre su portal y el mío hay: un bar de viejos, un herbolario, una tienda de ropa cara, una tienda de imagen y sonido y un banco. Alguien le había echado una manta, en el cajero, y hasta que no llegaron los bancarios el lunes no se supo que estaba muerta. Supongo que pensaban que estaba durmiendo la mona. La autopsia confirmó que llevaba muerta desde el viernes.

La calle está viva. Por la mañana repartidores, chicas jóvenes que trabajan en las tiendas del centro, paseadores de perros. El calor aprieta y solamente se ve a operarios y comerciales. La hora de la comida es un desierto. La tarde pertenece a los distraídos, a los mirones, a los de cerveza después del trabajo. Por la noche salen las fieras. Ella no salía mucho de noche. Alguna despedida de soltera. Estaba en esa edad en la que todas las amigas del colegio, de la universidad, se emparejan. Alguna fiesta en casa de amigas, pero no discotecas. Como a mí, me lo contó una vez, le costaba seguir las conversaciones en sitios con mucho ruido. Prefería las reuniones tranquilas donde quedarse callada.

Sus padres me dijeron que la habían encontrado por la mañana, y la madre insistió mucho en que no la habían tocado. Lo dijo así, que no la habían tocado. Yo imaginaba al hombre que la estranguló como en star wars, con la mano engarfiada a diez centímetros de su cuello. La imaginé agarrándose la garganta con las dos manos, sabedora que la cara de ese hombre, el brazo extendido y la mirada de odio iba a ser lo último que iba a ver. Lo imaginé desde sus ojos, la mano enorme, el brazo larguísimo y los ojos furiosos. Pero no la mató con su mente, fueron sus manos. Cuando se descubrió el cadáver la calle se revolvió. Policía, cordón de seguridad y recogida de pruebas. No trajeron esos conos pequeños de las películas, los amarillos. No había sangre, ni balas, así que supongo que poco recogieron. Supongo también que nadie habría hecho pis ese fin de semana en el cajero. Algún lunes el olor era tan intenso que se te quitaban las ganas de sacar dinero.

Ella era de los paseadores. Todas las mañanas nos encontrábamos. Tenía un pinscher muy educado, una cosita negra y estilizada que contrastaba con su cuerpo grande, el pelo negro suelto y las uñas largas. Normalmente vestía leggings y una camiseta amplia. Anorak en invierno, pero nunca bufanda o gorro. Si acaso, alguna vez la vi con un pañuelo anaranjado al cuello. Cuando se la llevaron me sorprendió que llevase vestido. Además le faltaba un zapato.

–Salió a una fiesta, y ya ves –dijo la madre. El pinscher, ajeno al dolor, saltaba como siempre alrededor de Krispin, mi labrador, apoyando sus patitas en la cabeza de mi perro–. No creen que vayan a encontrar a quién lo hizo, pero por lo menos me han dicho que no la tocó.

Lo decía como si estuviera hablando de una película que vio hace tiempo. Sin mirarme a los ojos.

A los varios días detuvieron a un mendigo que duerme siempre en una plaza cercana, pero lo soltaron enseguida. El hombre pensó que estaba borracha y le echó una manta, para que no cogiese frío, lo ponía en el periódico. Eso fue el sábado por la mañana. Supongo que también aprovecharía para robarle lo que pudiera llevar. Pero no lo sé. Tendría coartada, si no, no lo habrían soltado. Dormiría en algún albergue o algo.

Me la imagino en la fiesta. En el piso de alquiler de alguna amiga. Celebrando que la amiga se había independizado por fin. Por ejemplo. Por como lo dijo la madre supongo que no sería una fiesta importante, de las de ir con vestido de cóctel y tacones altos. El piso tiene gotelé y las paredes están pintadas de amarillo claro. No sé por qué, pero me lo imagino así. Ríen, y beben vino en vasos de plástico. Yo por lo menos cuando doy una fiesta en casa, siempre pongo vasos de plástico. No tengo vasos suficientes para mucha gente y así luego no los tengo que limpiar. Ella se tomaría un par de vinos por lo menos, a lo mejor más. Siendo tan grande seguro que no le afecta mucho, así que se podría tomar por lo menos dos. Hablarían de cosas comunes, de series, de hombres, de lo que hablan las mujeres cuando están solas. A lo mejor de política. Sí, a lo mejor estuvieron hablando de política, una de esas discusiones encendidas sobre corrupción, con mucho aspaviento y levantar de manos, apuntando con el dedo a la otra chica y diciendo –vosotros, vosotros sois los que más tenéis que callar, ¡cómo os atrevéis a hablar de honradez con la que tenéis liada en el partido! Entonces ella cogería el bolso y se iría. Seguro que se quedó con ganas de dar un portazo, pero no lo hizo. Era una chica muy educada, nunca hablaba alto, y no la veo dando un portazo. Aunque bien podría haberlo hecho, por constitución y por cabreo. Después la veo volviendo a casa. Es la hora de las fieras. En el club de jazz del principio de la calle hay gente fumando fuera. Están muy borrachos, como siempre. Ella viene por la acera de enfrente y la luz se transparenta entre su pelo negro. Lo lleva tan limpio que se mueve solo. A lo mejor los borrachos le dijeron algo. Los del club de jazz siempre dicen barbaridades a las chicas que pasan.

Entonces se lo encontró. Y él, sin decir nada, la empujó contra el cajero automático y apretó su cuello hasta que dejó de respirar. Si alguien les vio, pensaría que eran una pareja de las que viven todavía con sus padres y tienen que darse amor en los portales, como dijo Benedetti.

Subo a casa, y Krispin sigue jugando con ese zapato negro, grande, que no sé de donde ha salido.

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