En las noches especialmente oscuras y tristes, entre la seca niebla de mi habitación, consigo vislumbrar algo parecido a un oasis que inunda todos mis sentidos. Y por la ventana entreabierta el viento de ayer llega a mis oídos, trayendo susurros lejanos desde los confines brumosos de mi memoria.

Os estoy hablando de Arrosadía, el humilde barrio que me vio nacer, crecer y partir. Os hablo de ese recogido conjunto de calles estrechas e intrincadas. Allí, donde en cada esquina late un recuerdo; donde cada lugar esconde un momento; donde nada era real.

Vivía con mi madre en el portal 13 de la avenida Gulbenzu, en una casa pequeña pero siempre bañada de luz. Recuerdo con especial afecto los domingos, cuando, con los primeros rayos de sol, disponían mesas rebosantes de diversas frutas en nuestra calle. Nada más despertarme habría la ventana, y por el aire reptaban la jugosa fragancia y la algarabía de la muchedumbre que concurría en aquel espacio social. Algo más tarde, al bajar, me veía envuelto por aquel heterogéneo espectáculo de colores, aromas y gentes.

El domingo era día de recados. Así que, después de aquello, me entrometía tras las mesas para adentrarme en la calle Rio Ega y vagar por sus afluentes de comercio en comercio. El recorrido solía ser distinto cada vez, ya que siempre surgía algún improvisto por el que acudir a la carnicería, ferretería, floristería, farmacia, librería… el único lugar al que asistía semanalmente era a la panadería. El panadero parecía tener un cariño especial por mí debido a alguna razón que nunca llegué a conocer. Era de esa clase de hombres que siempre hablaba con una sonrisa en la cara. Un hombre meticuloso que elegía cuidadosamente el mejor pan: el más crujiente y tierno al mismo tiempo, en palabras suyas. Además, antes de que me marchase solía regalarme un par de pastas, una para mí y otra para mi madre, que debo admitir a veces ella no recibía.

Luego, no tenía más que doblar una esquina para regresar a mi calle, mi querida calle. En esta esquina solía ponerse en invierno el castañero; y en noches muy frías, los hombres que volvían de la fábrica con sus abrigos harapientos, se agrupaban alrededor del horno para recoger algo de calor. También había una fuente, entonces cortada, la cual solía estropearse muy a menudo en verano; y cuando esto sucedía, los niños acudíamos raudos a jugar bajo los chorros descontrolados. La verdad es que yo iba motivado por dos razones, puesto que en el portal de en frente vivía Celia, la chica más hermosa que he conocido en toda mi vida. A veces me saludaba desde la ventana y yo levantaba la vista, cegado por el sol, mirándola entre las gotas irisadas que se desprendían de los chorros. En esos momentos sentía cómo el resto del mundo se iba desvaneciendo mientras toda la bulla de mi entorno se acallaba paulatinamente. Su melena azabache y su mirada incitante removían en mi interior una cantidad de sentimientos confusos que nunca llegué a comprender del todo.

No puedo olvidarme del afable borracho, querido por todo el barrio, al cual podías ver en cualquiera de los lugares mencionados, siempre dispuesto a conversar contigo. Ni tampoco de aquel policía tan idiota e irritable, del que los chavales solíamos reírnos a menudo. Realmente, hay tantas cosas de las que no puedo olvidarme…

En fin, el caso es que aquellas escenas cotidianas fueron conformando el plácido guión de mi vida. Pero llegó el día en el que mi madre decidió gastar todos sus ahorros para mudarnos a la capital. En un principio me enfade con ella, y aunque siga pensando que fue una mala decisión, con el tiempo he comprendido que lo hizo para intentar darme una vida mejor.

Mis amigos vinieron a despedirnos al andén; también el panadero, el carnicero y todos aquellos rostros entrañables a los que no creía apreciar tanto. Y por último Celia; nunca la había visto tan triste, y de sus dulces ojos me pareció ver brotar una lágrima justo antes de tornar la vista para siempre. En ese momento, la puerta de aquel mundo se cerró para mí, y conforme me alejaba se desvaneció en la oscuridad perdiéndose eternamente.

Siempre sentiré el mismo afecto por aquellos lugares y personas que dejé atrás, pero siendo franco, no debería volver. Ha pasado ya demasiado tiempo desde aquello. Los lugares de mi infancia ya no representarán nada para nadie, estarán olvidados en algún rincón polvoriento de su memoria y probablemente algunos ni siquiera existan ya. Con las gentes sucederá lo mismo y, aunque me duela admitirlo, no sería más que un extraño entre ellos.

Ahora, lo único que conservo de aquella época es una fotografía arrugada frente a una portería de fútbol rebosantes de alegría tras plocamarnos vencedores del torneo interescolar. Cada vez que la miro me siento demasiado viejo como para seguir adelante.

Quisiera que cada momento de aquellos hubiese durado mil años. Me gustaría recuperar ese mundo, pero ya ni si quiera existe. Soy un hombre que no pertenece a ninguna parte, un hombre al que nada le pertenece.

Donde vivo ahora todo me es ajeno; todos los saludos son fríos, carentes de fraternidad. Algunos podrían decir, para consolarme supongo, que he progresado en la vida, que soy un afortunado por haber podido abandonar aquellos tugurios. Pero lo cierto es que aquí, entre toda esta muchedumbre, me siento el hombre más solitario del mundo.

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