Apolinar Romero tiene un acordeón mágico. Con él encanta a las bestias más salvajes del bosque. Al menos eso dice cada vez que se prepara para comenzar una canción. Es un ermitaño misterioso. Tal vez ni él mismo sabe suficiente de sí, de su historia. La madre encinta llegó al pueblo procedente de quién sabe dónde, lo crió tanto como pudo. Prematura murió.

Del padre poco se sabe. Un cirquero polaco –dijo alguien una vez– que embriagado como cada luna llena estalló licántropo en celo. Enamorado como nunca procreó como siempre a otro hijo del que nunca supo. El único vínculo que Apolinar tiene con su progenitor es un viejo acordeón: Hasta antes de perderse en el bosque, tu padre quiso que lo tuvieras –decía la madre suspirando su propia mentira–. En realidad lo robó a la mañana siguiente de su primera y última noche de amor. Pero eso debió ocurrir mucho tiempo atrás. Ahora Apolinar es viejo, lo delatan las arrugas en su cara y las marcas en sus manos.

Apolinar tiene un cigarro en la boca. El humo difumina el contrastante azul cobalto de sus ojos con el moreno apache en su piel. Dicen que vive en una casa de tierra y troncos, lejos, detrás de donde comienza la loma, delante de donde bifurca el río. Un par de veces al mes baja al pueblo en su diligencia de mulas –la última que se habrá visto en la región–. Viene por provisiones, pero más lo hace para ver gente. Le gusta conversar, sólo así puede distinguir entre la realidad y los sueños. Encuentra más verdad en sus quimeras. Le hace bien saber que su fantasía es más generosa que la realidad.

¡Ya viene Apolinar! –la gente cuchichea–. ¡Se ha aparcado junto a la plaza! –los viejos le saludan–. ¡Quiere cantar! –los chicos se amontonan–. Yo estoy tirado en el piso, en primera fila.

Por fin se cuelga el acordeón: ORZEL BAILY –sabrá Dios que quiere decir eso. Un águila blanca aletea en el cielo rojo de un fuelle implacable. La alegría habita en su voz áspera. El germen de la polifonía en sus manos. La calle tibia se convierte en un hormiguero de curiosos, y el mundo –nuestro pequeño mundo– en un hervidero de sueños. Apolinar sabe todas las historias de la tierra, y todas las canta: los secretos del general Pancho Villa, la Virgen albina que apareció en la loma y que nadie vio, los tesoros enterrados de los indios pobres. Mi favorita es la del día en que el propio Apolinar descubrió que tenía el don de encantar a los osos –he dicho bien, encantar a los osos–.

Una tarde, mientras dormía una siesta junto al acantilado, amenazantes una pareja de osos interrumpieron su sueño. El rifle escapó atado a la montura de una yegua asustada. Lo único que se le ocurrió fue tocar el acordeón. Para su sorpresa los osos se abrazaron. Bailaron. Primero un tango, luego una polka, y un chotis. Cuando paraba de tocar, los amagos volvían, así que ejecutó el acordeón durante siete horas ininterrumpidas, hasta que exhausto se le ocurrió tocar la balada del adiós. Entonces las fieras se despidieron con un baile agradecido. A partir de entonces los osos merodean por su casa. Algunas tardes, como hacen los buenos vecinos, tocan a la puerta. Apolinar que es buen anfitrión ameniza el baile, y los osos en agradecimiento dejan algunos pescados frescos que han traído del río.

La calle calla. El tiempo atempera. El cielo poniente es una esponja de sueños que arden bajo un hechizo púrpura. Apolinar debe irse. La vida ha dejado de ser música. Yo tengo siete años. Le miro marcharse y poco a poco perderse al final de la terracería. Sólo queda el rastro de unos caballos, se alejan cagando mientras tiran de una carreta, se difuminan entre el castaño terroso de una tarde que languidece. Entonces me pregunto si allá donde termina la calle Ocampo comienzan los caminos del mundo. No me equivoqué. Pocos meses después emigré a la ciudad en contra de mi voluntad, para descubrir con tristeza cuan pequeño y fútil era Ignacio Zaragoza, mi pueblo. Durante mucho tiempo preferí no haber conocido el mundo –no era como lo describía Apolinar– pero terminé adaptándolo, conocí sus verdades y mentiras, aprendí a jugar sus reglas y violar algunas, y a amarlo sin condición.

He vuelto al pueblo treinta años después. Pocos aún viven allí. Quienes recuerdan a Apolinar –unos cuantos– lo refieren como un lunático sin piso. Uno de los tantos locos con gracia que inspiraron el escarnio nuestro de cada día: el muy cretino murió una tarde en plena procesión de la Virgen, salió muy guadalupano el cabrón, él, que nunca fue a la iglesia, fue desvergonzado hasta pa´morirse –ríen y escupen una saliva sabor a confusión –. Tal vez porque no me quedé recuerdo con cariño al viejo Apolinar. Fue el hombre más sabio y osado del mundo cuando el mundo aún era fascinante.

Es verano, hemos ido a dar un paseo por el rebalse de la presa. Me ofrecen una cerveza. Tomo asiento debajo de un árbol. La vida otra vez huele a vida. Me resisto a llamarlo orate, así que cambio de tema. Pero la vida pronta me da la razón. Dos sobrinos lejanos se acercan, cuchicheando me confían: tío, tío, allá –señalan hacia el lomerío– cuando hay luna llena se escucha una música rara, muy bajito, sólo nosotros podemos oírla. Hace dos días le robamos los binoculares a mi abuelo y vimos a unos osos bailando junto a la choza. No se lo digas a nadie, que quede entre nosotros, porque si los demás se enteran nos van a decir que estamos locos.

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