LA PASTELERÍA DE ZÚMEL

LA PASTELERÍA DE ZÚMEL

Siempre que oigo hablar sobre lo malo que es el azúcar y las consecuencias que tiene para nuestra salud, me acuerdo de mi infancia. Me vienen las imágenes de la calle Zúmel. Yo vivía allí y era la hija del pastelero. Mis primeros años de vida transcurrieron entre dulces y bollos. Cuando llegaba del colegio me encantaba pasar por detrás del mostrador y coger una bamba de nata, una trenza o un pepito….Me sentía reina, dueña y señora de un paraíso dulce al que no todo el mundo tenía posibilidad de acceder con tanta facilidad como yo.

Mi padre no era pastelero artesano, no hacía los pasteles. Solo los despachaba pero con sensibilidad y con una maestría especial. Disfrutaba tanto con su trabajo que yo deseaba estar a su lado. Me sentía importante cogiendo las pinzas, sacando las bandejas de cartón, colocando los pasteles según las preferencias de mis vecinos, haciendo cuentas, cobrando y dando las vueltas.

La tienda era un imán. Me atraían sus olores, sus colores y las formas de mi padre.

El invierno era lo peor. En aquella época duraba ocho meses, los meses que llevaba leotardos, que tenía que ir al colegio y que solo bajábamos a la tienda los fines de semana. El espacio era pequeño y recuerdo horas y horas en la trastienda jugando con mi hermana, comiendo las patatas guisadas con carne que preparaba mi madre y añorando el calor de la casa, los sillones o simplemente una mesa y una silla. Esos años bajábamos, hiciera el tiempo que hiciera, mi hermana, mi madre y yo, el parque de San Blas: “El Paraíso”. A veces era un lodazal, a veces era un camino primaveral, verde y lleno de flores silvestres y casi siempre me recordaba al cuento de Caperucita. Por la noche nos tocaba hacer el camino de vuelta. De vez en cuando nos quedábamos con mi abuela; pero no era la abuela tierna y cariñosa de la que pueden hablar muchos niños, sino la sargentona, autoritaria y marimandona con la que no apetecía mucho pasar un domingo. Así que con barro, lluvia, frío o nieve prefería con mucho los domingos de tendera.

Al cabo de unos años, mis padres compraron un piso en el portal de al lado de la tienda, en un cuarto sin ascensor.

Lo mejor venía a partir de la primavera: todos a la calle. Jugábamos al escondite, al fútbol y al balón prisionero en la calle de atrás, patinábamos en la carretera y cuando entraba un coche por un extremo, cosa que ocurría muy de vez en cuando, alguien gritaba: ¡Coche! ¡Coche! ¡Cooooocheeee! Y nos apartábamos todos corriendo. Nos subíamos a la acera y dejábamos que el coche pasara. Algunas veces, se bajaba la ventanilla y era algún vecino que nos saludaba o daba alguna instrucción a uno de los nuestros: “en un rato te quiero en casa” ¡Ooooohhhhh!

Entonces era cuando apetecía ir al parque; pero no podíamos ir solos. Era la frontera, el misterio. Si llegábamos hasta allí, sobre todo al caer la tarde, éramos clandestinos. No se podía enterar nadie; porque si un adulto lo hacía estábamos perdidos. Castigo asegurado y varios días sin salir. Con ese buen tiempo era lo peor que te podía pasar. Pocos eran los que se aventuraban a saltarse la prohibición y los que lo hacían eran mirados como héroes malotes, capaces de meterse en líos y expuestos a terribles consecuencias.

“El Paraíso” en los meses de invierno estaba lleno de barro, agua y hielo; a partir de mayo el parque verde y primaveral a mis ojos de niña se llenaba de preservativos, jeringuillas y agujas… Nunca sentí atracción por ese parque; pero si fui presionada por la fuerza del grupo y en alguna ocasión me aventuré en el. Luego volvía a casa con la cosilla de que mis padres se hubieran enterado; que alguien del barrio me hubiera visto y les dijera: “Pues he visto a tus hijas por el parque….” Me dolía romper su confianza.

Yo prefería la tranquilidad de la pastelería, el status que me proporcionaba, la sensación de ser alguien y, sobre todo, relacionarme con los demás desde el poderío que me confería mi categoría de pastelera mayor.

Tan a gusto estaba ahí que, a pesar de mis buenas notas, me dieron la posibilidad de elegir: o los estudios o la pastelería. Un sudor frío recorrió mi espalda. Ese espacio de sesenta metros cuadrados dejó de ser el templo de aromas y el palacio de sabores donde yo era sacerdotisa y reina para convertirse en una prisión con las cadenas muy cortas, tanto que me impedían ir más allá de la puerta. El mundo se volvió pequeño y ya no llegaba a la calle, mucho menos al parque.

Y ¿Por qué me iba a perder todo lo que había más allá?

FIN

Calle Zúmel en 2017

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