Las lecciones más importantes de la vida toman espacio de experimentación en los lugares, y junto a las personas, menos esperados. Ante ciertos acontecimientos cotidianos surgen preguntas inevitables: ¿por qué a mí? ¿qué hice para merecer esto? Muchas veces esos enigmas retumban en un eco infinito porque carecen de respuesta.

En cierta oportunidad tomaba rumbo hacia mi universidad tal como supe hacerlo durante cinco años: el metro de Caracas, opción que resultaba la forma más rápida y cómoda para llegar al Alma Máter. Aquel día de febrero -un mes típico como cualquier otro- todo me resultaba similar a cualquier aburrido día, hasta el momento en el que tuve que salir del vagón en la estación Antímano. Traspasé las puertas absorto en mis pensamientos y lo hice tan de súbito que no logré percatarme que tropezaría con una joven muy linda. Ella usaba anteojos delicados, de esos delgados que permiten apreciar la presencia de un fino rostro. Desprendía de su piel un toque de flores alegres y su sonrisa, temerosa por el empujón, contagiaba ternura con una mezcla de sensualidad por la presencia de labios rosados y turgentes que develaban unos dientes blancos y alineados. Sí, era un ser delicado que sobresalía en brillo ante lo opaco de aquella aburrida jornada. Enorme sería mi pena al saber dispersos en el suelo todos los libros y cuadernos que llevaba en sus manos producto del choque precipitado. La situación ameritó que, como buen caballero causante del mal que nos reunía, ayudara a recoger el pequeño desastre. Acto seguido la acompañé hasta la salida. Intentando platicar para disolver lo tosco del primer encuentro supe que también estudiaba en mi universidad. La acompañé hasta el edificio de aulas donde le correspondía tomar clases. Curiosamente en ese trayecto de conversación placentera no supe su nombre hasta el momento de la despedida: Amanda, estudiante de psicología.

Amanda se convirtió en mi primer amor universitario. Ese tipo de amor que se encuentra en los poemas: cursi pero posible. Desde el día de nuestro primer contacto nos dimos la oportunidad de derrochar simpatía, de disfrutar nuestras conversaciones y de debatir de cualquier tontería por la cual debaten los hombres y mujeres que se flirtean a menudo en el mundo.

Con los buenos momentos de compartir risas, sueños e ilusiones llegó también el día del encuentro carnal. Nos dispusimos, tal como le ocurre a los jóvenes que no saben mucho del coito consensuado, acordar un día para develar nuestros cuerpos frente al otro. Era una tarde de domingo. Lo haríamos en su casa mientras sus padres estaban de viaje. Entramos en calor con unas copas de vino, esa bebida espirituosa que no se sabe beber hasta tener 40 años pero que las películas nos insisten en promover como parte necesario del ritual romántico que reúne a las ocasiones de pareja. Ella estaba un poco tensa desde hacía días, por ello la necesidad de incorporar alcohol a la fórmula. Para calmar sus nervios también intenté propinarle un masaje en la espalda, acariciar lentamente su cuello, besarlo y decirle lo mucho que me atraía, en tono muy bajo, al borde del oído. Ella correspondía con risas tímidas y uno que otro gemido. En medio de aquello las energías de un ser que vibra por sexo la obligaron a ponerse en pie y comenzó a desnudarse. Comenzó con sus zapatos, siguió con las medias, con su blusa…y me miraba en forma pícara, como para hacerme entender que deseaba todo aquello. Apenas pude salir de mi pasmo momentáneo comencé a desnudarme también, y aunque el ambiente romántico se perdió, sabíamos que la intensidad del deseo nos mantendría interesados en continuar. En mi afán de quitarme aceleradamente los zapatos y el pantalón tropecé y caí de vuelta en la cama, quedando mi visión a la altura de su bajo vientre. En ese momento noté algo extraño dentro de su ropa interior, una especie de protuberancia, un bulto que le formaba un relieve. Una suerte de corriente fría recorrió mi cuerpo, me levanté como pude, me aproximé a su cuerpo, la sujeté fuertemente para procurar introducir mi mano en sus partes privadas. Lo que palpé originó la caída de mi tensión de inmediato, todo a mi alrededor se nubló y casi me desmayo. No puedo negarlo, tomé lo que pude de mis prendas de vestir y salí corriendo, huí. La misma energía que me movía, minutos antes, para un encuentro amatorio con Amanda se convirtió en la fuerza que me llevó a alejarme de aquel lugar.

Días después una joven, de nombre Rosa, amiga de Amanda, me buscó para darme un recado: ella no quería verme nunca más. Estaba decepcionada. Al intentar explicarle que su amiga estaba fuera de lugar al enviarme ese mensaje, Rosa me increpó: ni lo intentes, sé todo lo que pasó, además quiero que sepas que Amanda solo quiso probar cuán mente abierta eras para el sexo. Ella lo hace siempre con sus novios. Lo que tocaste en su braga lo compró días antes en una sex shop, así que antes de asumir cosas, intenta preguntar primero.

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