He caminado estas calles que no son mías, recogiendo escombros y buscando exhaustivamente entre la podredumbre algún elemento comestible. Cae la noche provocadora, un perro me persigue, los colores difuminados, las formas sin equivalencias recorren mi cabeza, creo, estoy seguro que huelo a bazuco, lo más bajo de la cocaína, lo más alto de la vida, lo más débil de lo más frugal, el perro, la calle, cadenas, dientes, olores, la mierda. El silencio.

Medellín 6 am, avenida León de Greiff.

Despierto, lentamente despierto, meditabundo repaso los sucesos dados la noche anterior, alzo mi pantalón corroído por las polillas y se descubre ante mí la mordedura de una perra de dientes pequeños y afilados, súbitamente la hemoglobina comienza a bailar, danzarina se mueve con vivacidad y macha los cartones que noche tras noche me han servido de cama. Noto una protuberancia que se levanta en la parte de arriba de mi muslo, ha de ser lepra, pienso y río para mí. Está llegando, se avecina. La desesperación por fin ha llegado, toca la puerta, sacude sus suecos y deja en el tapete de mi desolación toda aquella tierra que ha cargado durante el camino en las suelas de sus zapatos. Toca la puerta, yo abro. La necesidad se presenta ante mí y seductora me tiende su rugosa mano. Si, lo necesito. Procedo a ponerme de pie y tengo las manos sucias. Entre la basura reluce una chaqueta a medio gastar, corro, me aviento, la tomo; las mangas me quedan un poco largas así que procedo a hacerles un pequeño y sutil doblez tomando la fina tela y enrollándola hacia arriba, -está perfecta-. Comienzo aquí mi travesía, camino de nuevo por las atrofiadas calles y la ciudad se alza en su esplendor decadente, veo en mi mente su imagen, sumerjo mis manos calludas en el bolsillo de mis pantalones y encuentro la pipa vacía, cosa triste. Las infinitas posibilidades se presentan en mi mundo, emprendo la búsqueda de mi queridísima bicha, ¿Cuándo he de tenerte en mis brazos, sentirte, alterarme en tu presencia, y que sólo seamos uno, tú y yo, en eterna agonía?

Me siento, me doy un soplo y comienzo a delirar:

La imposibilidad de una definición de ciudad se presenta implacable ante los ojos, los edificios en su pretensión de altura, se alzan, se levantan, en un deseo vacuo de casi querer alcanzar a las nubes; ellas vaporosas y pillas corretean en el esplendoroso horizonte, huyen hacia el infinito de un cielo gris que se alza encima de todo, prepotente y soberbio, abofeteando la ciudad y demostrándole con claridad que sus construcciones tan abstractas no son más que un intento vago de alcanzar la solemnidad; presente en la infinitud, no en la vanidad. Con la mirada en el piso de la monotonía, la ciudad se presenta agónica en el juego de la constante desesperanza ocasionada por una sociedad que derrumba todo rasgo de distinción, de personalidad, de vida.

Estoy sentado en ésta acera de mierda, en donde una señora que ha advertido mi presencia ha salido con un atomizador, arroja agua en mi rostro en un intento vano de ahuyentarme, yo me limito a mirarla fijamente dilucidando el pavor que sus ojos azabaches reflejan; lentamente me pongo de pie y la sangre comienza a emanar de nuevo de mi herida, la ignoro, me compongo y procedo a seguir con mi caminata.

Afuera, la ciudad se levanta imponente. Miles de rostros cansados de extraviados caminantes que se protegen unos de otros de cualquier presencia intrusa. Sería una completa sandez que un roce de personalidades se presentase, por otro lado totalmente improductivo para su supuesto interés: el del desarraigo, de la producción, sea esto todo lo contrario a lo que se podría llamar felicidad. Por otro lado el ruido incesante de los automóviles desespera al odio y azuza al entendimiento; el populo denigra, desvanece. Es una perra encelo que engulle algún pedazo de pan dejado en un basurero por cualquier transeúnte.

Gotas de sudor están recorriendo mi espalda y se confunden con la asquerosa inmundicia que ha retenido mi cuerpo, busco una fuente y procedo a refrescarme. El agua fría tranquiliza mis sentidos, observo en la lejanía un embotellamiento que recorre una de las vías que subyacen a mí alrededor.

Son éstos hombrecitos grises que constantemente tocan la bocina de sus automóviles. Su situación los tiene desesperados, decadentes, encerrados. Es su vida en sociedad una cárcel que destroza y pulveriza su individualidad, ha moldeado a la mayoría de ellos, los mutila siempre a todos en un mismo modelo de tristeza y resignación.

Una persona ha pasado demasiado cerca de mí, cubre su nariz y se aleja rápidamente, me mira con displicencia y noto aquella expresión de asco, tan familiar en mí trasegar. En su molde no admite la diferencia.

Es la ciudad la evocación tortuosa de la des-existencia, “el ser del no ser” La muerte que como un ente antropomorfo recorre las calles una y otra y otra vez; casi como una presencia imperceptible quien toma en sus brazos todos los pequeños ayes de los niños dejados en las cunas por alguna madre irresponsable. Medellín arde, se incendia convierte en cenizas todo signo grato de esperanza; los hombrecitos grises huyen de deudas que los persiguen como serpientes; la humanidad enferma. Las emociones han sido socavadas por la monotonía, las parejas no se besan más, los niños ya no lloran, todo está estático, sin movimiento, sin embargo su caída trepidante no ha tocado fondo aún, no ha sido notada por sus principales actores: los ciudadanos.

Cierto día escuché una persona que decía que el olor que salía de mí era “estremecedor” decidí conservar esta definición, que tan estética me pareció, aquella persona admitía la diferencia, la tomaba para sí, se reconstruía en fragmentos de desigualdad, ella era igual que yo, y se llamaba bazuco. Para unos era descarada, para mí es perfecta; ella me amaba tal vez me amaba, lo cierto es que tenía ilógicamente una capacidad infinita para dañarme.

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