«La casa de mi infancia ya no existe ni hace falta». Fito Pàez.

Al menos eso es así tal cual permanece en mi memoria, a diferencia del estado actual, ya que de mi casa de la infancia ya no quedan la enredadera que la cubría, ni el jazmín de su mini jardín delantero, ni su planta pajarito, ni su portón de madera. Y no es lo único que ha cambiado.

La calle General Urquiza de Montevideo, entre Luis Alberto de Herrera y Dámaso Antonio Larrañaga («Centenario»), era entonces empedrada haciendo repiquetear a los oficios y vendedores ambulantes que se acercaban a nuestros domicilios ofreciendo sus servicios: el lechero, el panadero, el manicero, colchonero, afilador, heladero y el portador de esperanzas, el cartero. Eran tiempos donde el almacén del barrio entregaba la mercadería suelta envuelta en papel y en su local habían carameleras, tanques dispensadores de queroseno, las galletitas se vendían desde cajas de latas que descubrían su contenido con vidrios ojos de buey. No todos los vecinos tenían teléfono, o televisor en blanco y negro y la computadora era una cosa de ciencia ficción aún.

En esa calle convivían y la hacían suya 5 amigos: los hermanos Heber y Andrés, Antonio y los primos Marcelo y Fernando, los cuales vivìan juntos en la casona de la puerta 3262 de la calle Urquiza. Por las mañanas de vacaciones escolares, se hacìa fútbol en la vereda con pequeños arcos armados con piedras, por la tarde, se jugaba al poliladron, escondidas, y excluyendo por razones de religión a Heber y Andrés, trepada a los techos de as casas vecinas, para recorrer la cuadra de techo en techo hasta el anochecer. En esas alturas y pese a las protestas de los vecinos, recolectábamos los frutos del barrio: castañas, nueces, higos, que llegaban a nuestros hogares dejando sin argumentos a nuestros padres para rezongarnos. Éramos el bullicio y el tormento de la siesta vecinal, ni los timbres de las puertas se salvaban en el «ring raje». Y si alguno de los vecinos se suía de tono en las protestas, en la fiestas navideñas recibía (en zona edilicia segura de daños mayores), los lanzamientos de los fuegos artificiales que estallaban contra las paredes de sus casas.

En una tardecita dominical, Marcelo. Antonio y Fernando trepaban a través de camino sinuoso de las ramas de una higuera, hasta la terraza y desde allí a la azotea de una de las casas de la calle Urquiza. Allí se encontraron con un alambre de acero que pendía desde la azotea hasta los techos de chapa de una casa vecina, dos pisos más abajo. Cuan el último en ascender, Fernando, llegó junto a sus compañeros, los encontró mirándose para definir quien sería el héroe de esa tardecita que se lanzaría cuan comando por el alambre. El último en llegar fue el seleccionado. Con dudas y temores tomó Fernando entre sus manos el alambre y despegando sus pies de la azotea se lanzo al vacío. Como era de esperar, el alambre desapareció rápida y resbaladizamente de entre sus manos, y sus pies chocaron estrepitosamente sobre el techo de chapa, haciendo sentir el estruendo en el barrio. Cuando miró asustado para arriba, sus compañeros habían abandonado su posición y descendían velozmente por la higuera que habían trepado, mientras que los vecinos acudían alarmados por el ruido y sin rezongarlo asistieron al asustado Fernando que increiblemente estaba sano y salvo.

A comienzo de los 80 la banda se empezó a disolver. Los primeros en irse fueron los hermanos mormones Heber y Andrés. El mayor se convertiría en ingeniero informático y el mas chico en piloto de la fuerza aérea alemana. Les seguiría Marcelo por el exilio político de sus padres. Luego se mudaría dentro de la ciudad pero a otro barrio, Antonio. Y Finalmente, en el verano de 1986, Fernando. La paz llegaba a los vecinos de la calle Urquiza, sin embargo, la anciana vecina que protestaba porque le subían a los techos de su casa para llevarse del árbol del vecino las castañas mas maduras, le confesó durante una visita a la madre de Fernando, que el barrio sin los chicos era como «la muerte del cisne». Sobre su casa se construyó un moderno edificio de apartamentos, el empedrado de la calle fue revestido con una azulada capa de bitumen, los oficios dejaron de pasar, los castaños, higueras y nogales fueron extirpados y el silencio inundó la cuadra de la calle Urquiza. Hoy los vecinos ni se cruzan, saludan o pueden comentar algo sobre los chicos que ya no están. Tampoco están la vieja generación de vecinos, reemplazados por la nueva generación de autómatas y tecnológicos del siglo XXI.

FIN.

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