Me cuesta mucho trabajo pensar, Laila, y, sin embargo, no dejo de pensar en ti. Todavía te echo de menos, aunque de una forma algo más soportable que al principio. La primera semana fue horrible. Tu imagen pesaba tanto que me parecía extraño que nadie te descubriera flotando sobre mi cabeza.
Son las tres. La Gran Vía estará en pleno movimiento. Te imagino dormida al sol, hecha un rebujo, arropada por el ir y venir de cientos de pasos, tras la barricada que el bullicio construye a tu alrededor, para desmoronarse a la caída de la tarde con las primeras pisadas afónicas, preludio del silencio que envuelve tus noches en un sobresalto continuo.
Aquí también se duerme mal. Ni te imaginas dónde estoy. En realidad, no sabes nada de mí. Creo que nunca has sospechado lo que, según dicen, resultaba evidente. A cualquiera en tu situación le sobrarían razones para no darse cuenta.
Mi madre se lo temía desde hace tiempo. Ahora no se separa de mi lado. Ha pedido una excedencia. La llamaron cuando me desmayé en el gimnasio. El médico de Urgencias lo vio claro antes de que llegase ella y le recitara sus aprensiones. Fue preguntarme la fecha de la última regla y descartar una simple lipotimia. Soltó el diagnóstico sin delicadeza, pero con una efectividad que me hizo recapacitar un instante.
No paro de hacer malabarismos con las emociones, Laila. Intento dormir. Duermo todo lo que me dejan. Solo de ese modo soy consciente de la suerte que he tenido. Despierta, aún me considero desgraciada y olvido con facilidad que podría haber muerto. Debo de estar realmente mal para continuar envidiándote. A ratos, desconfío de mis intenciones con el mismo recelo que vi en tus ojos el día que te conocí.
Sonreías para disimular la perplejidad que mi fascinación debió producirte. Te desconcertó verme contemplarte como se contemplan las obras de arte, clavada a la acera, absorta en lo que veía, en lo que permitía intuir el abrigo que llevabas abierto, regalándole a la luna un enfoque perfecto de tus clavículas, esculpidas igual que los pómulos. En ese momento viajaste en mi imaginación como una estrella, de pasarela en pasarela, convertida en el nuevo fetiche de los diseñadores.
Y es que podrías ser otra Naomi Campbell si te lo propusieras. Lástima que tus intereses o, mejor dicho, tus necesidades vayan por otro camino. Ojalá fuese yo capaz de desairar con un gesto las revistas de moda o abanicarme con el folleto de Mango como hiciste tú la última vez que nos vimos.
Lo voy a intentar. Para eso estoy aquí. Pero es muy difícil, Laila. Mientras escribo, un pensamiento pertinaz, de los muchos que se resisten a la medicación y a las charlas con el psicólogo, se enfrenta a los propósitos vestido de necesidad. Mi cabeza lo ha transformado de inmediato en exigencia. El deseo de concertar una cita con el dentista para que me extraiga las muelas del juicio —un truco con el que se marcan los pómulos— insiste en distraerme. Me cuesta seguir el hilo de lo que te cuento y luchar al mismo tiempo en otros frentes. O me rindo a los sueños o a la realidad. He cumplido veintitrés. Estoy empezando a hacerme vieja. Y con estas piernas, podría graparme la boca de por vida, y, aun así, sería un milagro que alguien apostara por una chica paticorta. Tú, en cambio, no le das importancia a esas piernas hipnóticas que tienes. A hurtadillas las he contemplado decenas de veces desde esa mañana de hielo en la que caminaba hacia el trabajo contando calorías, buscando soluciones para borrar de mi cuerpo el cataclismo del más mínimo exceso.
Tu presencia me rescató de esas ideas torturadoras con una danza hechizante. Bailabas. ¿O simplemente te movías para combatir el frío? Por lo que me han explicado, entonces ya no percibía correctamente algunas parcelas de la realidad.
En un acto mecánico te di el termo. Vi tu mano extendida como la de un ángel enviado a descargarme de remordimientos. El váter de la oficina se atascaba con demasiada frecuencia. La conciencia estaba a punto de jugarme una mala pasada.
Sí, Laila, ya había empezado a deshacerme de la comida. Me alimentaba a base de agua y de infusiones. Sobre todo en el gimnasio. Hacía tanto ejercicio que, a veces, el charco de sudor alarmaba a los monitores y me obligaban a beber. La cena consistía en un yogur si coincidíamos toda la familia alrededor de la mesa. El resto de las noches me saciaba la satisfacción de haber ingerido cero calorías.
«Uuuummmm», fue tu reacción al descubrir una ensalada cubierta de nueces. Te golpeaste el pecho a la altura del corazón, te besaste las yemas de los dedos y los depositaste en mi mejilla. Por último, me abrazaste con prisas, pero tuve tiempo de sentir tus escápulas maravillosas a través del abrigo.
Cuando saqué el móvil y te pedí que posaras a mi lado accediste con recelo. Y al día siguiente y al otro. Siete meses. Cada noche analizaba las fotos. Poco a poco, casi imperceptiblemente, me iba pareciendo a ti. Hasta hace tres semanas.
Estos veintiún días han sido insufribles. El psiquiatra dice que hay que cerrar etapas. Dejar de engañarme. Dejar de engañar. Por eso te escribo. Mi padre te llevará la carta. Quizá encuentres algún compatriota capaz de traducírtela, aunque sé que te costará entenderme de todos modos. Ni yo misma sé cómo he llegado a este punto, y comprendo que a una somalí le resulte aún más inconcebible mi esclavitud.
Espero que la vida sepa interpretar el verdadero significado de tus escápulas maravillosas y pronto te ofrezca la oportunidad que viniste buscando. Con toda el alma deseo que desaparezcas de la Gran Vía y de mis pensamientos, que tengamos suerte las dos. Pero tu imagen me sigue pesando, Laila. Todavía te echo de menos. No sé cómo podría dejar de pensar en ti… Me cuesta mucho trabajo pensar.
La Gran Vía (Madrid)
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