Estoy harto de no tener el valor suficiente para ser un don nadie, estoy harto de no tener el valor suficiente para ser un don nadie, estoy…

Mark se sube la cremallera de la cazadora verde militar y echa un vistazo a la esquina de la 72 con Central Park West.

Es una noche extraña, del color de un cardenal que pierde el color morado con el paso de los días para adquirir esa tonalidad parda de las hojas del parque, que cubren las aceras y que de vez en cuando atraviesan la calle en pequeños haces fugazmente iluminados durante imperceptibles segundos por la blanca luz de una farola de dos brazos.

Mark siente el plástico de la portada del libro que lleva en el bolsillo izquierdo y se inclina para ver desde más cerca los dragones de metal mordiendo la reja que decoran la entrada del número 1 de su calle preferida de la ciudad. Tienen la misma cara de mala hostia que José, el portero mexicano que vigila la finca en horarios larguísimos solamente interrumpidos para ir al W.C.

Quizás debería de volver mañana con los chicos, no sé.

Tiene hambre y comienza a pensar que tal vez sería pedir demasiado encontrárselo dos veces en un mismo día. Da una par de pasos hacia detrás y observa cuidadosamente la fachada del edificio, un pedazo de hormigón de cien años que le produce la misma sensación que un bebé recién nacido cayendo de cabeza contra el suelo por un incomprensible descuido de la comadrona. Los gabletes, las enjutas y los paneles de terracota, esos ventanales dispuestos en filas de a tres, de a uno, de a tres de nuevo y que solamente los más ricos de la ciudad pueden permitirse…. la verdad es que no le dicen nada.

Un ráfaga de viento con un olor agrio le entra por la nariz y siente unas irreprimibles ganas de ver el mar lleno de tortugas y peces que le despierta con su rumor cada mañana en su casa de Honolulú. Pero no, ahora está rodeado de conductores de autobuses que siempre te gritan que te bajes por la otra puerta, de taxistas que se cagan en tu puta madre por no cederles el paso, o esos gilipollas con metros alrededor del cuello que por 20 dólares te ajustan los pantalones en Brooks y ascensores de hierro fundido que te llevan a pisos a la altura del cielo en interminables minutos compartidos con señoras envueltas en abrigos de visón….simplemente los odia. Los odia a todos ellos.

La espera se le está haciendo muy larga y de nuevo palpa, con sus dedos gordo e índice, la portada del libro en el bolsillo. Lo ha leído cientos de veces, incluso se lo ha dedicado a si mismo con el nombre de Holden, subrayando la primera palabra para darle más énfasis, pero cada vez que abre una página se ve reflejado en cada habitación de hotel, en cada coma, en cada reflexión y lo mejor de todo: se siente bien por una vez. Pero no. Debe de concentrarse, estar atento y terminar lo que empezó el día anterior con la firma de un disco que ni siquiera le gusta. Está seguro de que aparecerá en cualquier momento.

Saca la mano del bolsillo y observa cada detalle de la calle. El pequeño charco formado en el agujero del pavimento, el bordillo que se eleva ligeramente para dejar hueco una alcantarilla de la que sale un humo blanquecino y espeso, el ruido de unos zapatos de tacón y las ruedas de una limusina moviéndose lentamente en dirección a la entrada del edificio donde lleva esperando todo el día. Y en ese momento lo sabe, es él.

Instintivamente se aleja de la acera y se coloca a unos pocos metros del inmenso arco que sirve de acceso al edificio. Las ruedas se detienen. La puerta de la limusina se abre. La voz en su cabeza.

¡Hazlo, Mark, hazlo!

Siente miedo y por eso deja caer su mano dentro del bolsillo derecho de su cazadora. Siente el metal, sus poros contrayéndose, su saliva convertida en una masa pastosa.

Espero que funcione.

Del interior de la limusina sale primero ella y unos segundos después ese genio de pelo largo y barba al que lleva esperando demasiado tiempo y que ahora vive en ese edificio con la sola compañía de su mujer, su hijo pequeño y un enorme piano de cola en el salón.

Mark le mira directamente a los ojos y sabe que por una extraña razón, ese activista con gafas que ahora pasa a su lado para entrar en su casa después de un largo día en la radio también sabe lo que ocurrirá dentro de unos pocos segundos. A veces esas cosas suceden, no sabemos muy bien por qué.

El hombre atraviesa la entrada que a estas horas no está custodiada por José y se aleja rápidamente.

Hazlo.

¡Señor Lennon!- grita Mark.

Ni siquiera oye el ruido que hacen los casquillos al abandonar el tambor de su 38 mm y atravesar la cazadora de cuero y el cuerpo de John, que ya no es John porque Mark ya no es solamente Mark que ni siquiera es Holden Caufield y mucho menos un don nadie y no está en una calle de Nueva York silenciada por los gritos de dolor de Yoko un 8 de diciembre de 1980.

……….

Esa noche todo cambió. El asfalto era en un campo de centeno lleno de niños que jugaban despreocupados y cinco balas acabaron con el sueño de muchos de ellos, obligando a la realidad a colarse en las hojas de un libro que todos llevamos en el bolsillo izquierdo de nuestra cazadora verde militar y que por alguna razón, seguimos escribiendo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS