La dialéctica del amo y el esclavo

La dialéctica del amo y el esclavo

Eduardo Assalone

25/02/2019

–¿Cuántas veces­­ el agua fresca se volverá ceniza ardiente en mi boca? ¿Cuántas veces la fruta dulce será opacada por mi avidez amarga? ¿Cuántas veces volverá a buscarme el calor de la excitación para abandonarme tan rápidamente? ¿De dónde viene ese calor enfermo? ¿Qué poder es capaz de extinguirlo?

Subió lentamente la cuesta, sus pensamientos lo debilitaban. Cada paso exigía de él toda su atención y todas sus fuerzas. Sin embargo, el agotamiento no le impidió subir al refugio donde la soledad lo arropaba y lo reconfortaba. Desde allí miró el horizonte con la misma indolencia con la que las nubes se arrastraban sobre la tierra monocorde. Pasaron largas horas de una quietud tediosa. Al fin se durmió.

Ruidos inusuales lo despertaron en el medio de la noche. Lo que escuchaba no era el andar cuidadoso de los animales entre los arbustos ni el viento que apenas soplaba. Pero sin duda algo se agitaba entre las hojas. Si era un animal, allí estaría su comida.

Se acercó, abrió los ojos con fuerza. Trataba inútilmente de penetrar la oscuridad con sus pupilas. La noche densa, que se le pegaba al rostro como un líquido negro y untuoso, no se lo permitía. Extendió tímidamente sus brazos entre las ramas, sus manos debían revelarle lo que sus ojos vaciados no alcanzaban a ver. Olió algo, un olor familiar. La aproximación a un recuerdo excitó sus entrañas. Quiso saber más, recuperar ese recuerdo. Avanzó con sus manos extendidas, como un sonámbulo del bosque, hasta que al fin pudo tocar algo. Que no parecía un animal.

Entonces llegaron el sobresalto, la agitación, los gritos, la confusión, los golpes en falso, la desesperación. Pero sobre todo se impuso la incomprensión.

–¿Qué es lo que me ataca así, tan débilmente? ¿Qué son esas garras sin filo que apenas me alcanzan? Estas manos son mi fortaleza; me alimentaron y me refugiaron. Ellas me salvarán hoy también.

Se arrojó sobre su amenaza. La oscuridad no cedía. El forcejeo íntimo los reunió por unos instantes en una comunión tensa y silenciosa. En el fondo ambos sabían que en esa ajustada pelea se ponía en juego bastante más que el alimento del día.

Recuperó el aire y, con él, las fuerzas. Lo tomó por el cuello. Apretó todo lo que pudo con rabiosa indignación. No sólo para matar, no sólo para comer, sino principalmente para reivindicarse.

–¿No me ahogaba ya el agua que era incapaz de saciarme? ¿No dominaba todo mi ser el hambre de los mil nombres? ¿Debo también morir para conformar a ese dios oscuro que me devora desde adentro? Todo desaparece en el momento exacto en que debería venir a mi encuentro. ¿Dónde haré pie? ¿Cómo podré reponerme en este abismo de desolación que jamás me abandona?

En ese ominoso instante de eternidad, sofocado por manos anónimas, comprendió que, inesperadamente, atestiguaba su propio desfallecimiento, que lograba sobrevivir a su propia desaparición. El abismo subsistía con él. El hambre que lo acompañaba siempre como su sombra fiel era finalmente él mismo. Comprendió que eso solo era él. La pura sombra.

Para cuando el fuego de esta revelación comenzaba a apagarse recordó la frescura del agua, la fruta dulce, el sabor de la carne, el calor del refugio. “Me rindo”, dijo, y el aire rápidamente llenó la oquedad de su cuerpo quebrado.

* * *

Le maravillaban los espejos. Disfrutaba hacerlos. Cada detalle del proceso lo fascinaba. Dudaba que sólo fueran una obra humana, un producto de su trabajo y el de sus compañeros. La luminosidad del rayo, del rayo divino, brillaba para él en el metal bruñido. “Los dioses completan nuestro trabajo”, se convencía.

Frente al espejo del dormitorio principal vestía cada mañana a su señor con una dedicación que su propio cuerpo jamás había recibido. Esa tarde sería especial: el magistrado le daría a la ciudad su ley tan esperada. Apenas podía disimular el orgullo que le producía estar vistiendo al héroe de la comunidad en un día tan significativo. El orgullo había sido un sentimiento extraño para él por mucho tiempo. Todavía no se acostumbraba a esa sensación. Advertía en ella cierta incomodidad, cierta vergüenza, confundidas a la vez con el respeto y la admiración.

El miedo ya no era el mismo que antes. Había experimentado un terror superior cuyo recuerdo en ciertas ocasiones volvía a estremecerlo. Pero no acudía en esos momentos a su refugio, lo reservaba para sentimientos más nobles. Cuando lo hacía, no lo movía ya el miedo o el hastío, sino otra forma de orgullo. Se sentaba entonces en su piedra favorita, la que tenía la forma precisa para albergarlo. Ella le permitía observar el horizonte con comodidad, como antes. Pero no lo hacía ahora para contemplar las nubes indolentes o la tierra estéril del pasado, sino para ver su propio trabajo en este mundo.

Una vez llevó un libro que no había logrado descifrar hasta entonces. Abrió su pequeño bolso y lo sacó con cuidado. Buscó entre las páginas trajinadas y leyó para sí: “Las heridas del espíritu se curan sin dejar cicatriz”.

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