La vida en una margarita

La vida en una margarita

Me quiere mucho…

Nos enamoramos como locos, que es la única forma verdadera de enamorarse. Cursábamos la misma carrera en la facultad. Noches enteras imaginamos mundos posibles, por supuesto todos mejores que el que habitábamos. Supongo que conocen ese optimismo utópico que acecha a los amantes. Cuando egresamos, nos casamos. No podía imaginar una vida sin él. Quedé embarazada.

Me quiere poquito…

La crianza fue difícil. Lo recuerdo como la etapa de mi existencia en que más animal me he sentido. Buscaba satisfacer las necesidades biológicas de mi manada: comida, higiene, abrigo. Sí, expresado de ese modo, en sustantivos y no en verbos, refleja lo que experimentaba en esa época de mi vida. Un momento de estanco. Una cárcel autoimpuesta de la que no podía escapar. Los verbos, en cambio, siempre me han invitado al viaje y me suenan a libertad. Ahora que lo pienso mejor, no creo que los animales transiten en la vida como por sustantivos, es un prejuicio cargado de humanismo. La verdad es que no tengo la menor idea de cómo experimentan los animales su paso por este mundo. No creo que ni los veterinarios lo sepan. Pero de lo que tengo certeza es que en ese tiempo ni siquiera me pregunté por el sentido de la vida. Había que vivirla y nada más.

Me quiere nada …

Los niños crecieron y buscaron sus propios caminos. Nos quedamos de nuevo solos, pero ahora con los sueños desgastados. Posiblemente la peor soledad es aquella que sientes cuando estás con alguien con quien no puedes generar intimidad. Y no me refiero al sexo, sino a esa apertura en el hablar y el escuchar, compartir tu lado luminoso y tu lado oscuro, aquel que a veces te avergüenzas de confesártelo a ti misma. A fin de cuentas, la intimidad se trata de verbos. Es flujo e intercambio. La intimidad requiere un Otro. Incluso cuando estamos solos y tenemos que imaginar a ese Otro. Llegó un momento en que no soportaba ni sentarme a la mesa con él. Me hacía recordar todo lo que no fui. Sin embargo, no nos separamos. Por aquel entonces, volví a preguntarme por el sentido de la vida. No obtuve respuesta. Quizás si lo hubiera compartido con él podríamos haber vislumbrado algo. Era probable que él se hiciese las mismas preguntas. Por lo que podía leer en la expresión de su rostro, él tampoco había encontrado algún atisbo de respuesta. Estaba claro que ya no podíamos cambiar el mundo, ¿pero sería yo capaz de cambiar?

Me quiere mucho…

Me propuso viajar y tomamos un crucero por el Caribe. Por un instante creí que podíamos encontrarnos como en la época de la universidad. Embriagada con mojitos soñé con nuevos mundos posibles. Su olor a sudor de hombre cuando me abrazaba me llevó a fantasear con un retorno a la juventud.

Me quiere poquito…

A nuestro regreso volvimos a la rutina. Tuve que reconocer que, evaluando con honestidad, el viaje consistió en cargar maletas con sustantivos conocidos: soledad, desilusión, deterioro.

Me quiere nada…

Los años que vinieron fue más de lo mismo. Los únicos verbos que compartíamos eran aquellos relacionados con la supervivencia: cobrar (la pensión), comprar (en el almacén), visitar (al médico). Intentaba escudriñar en sus gestos sobre sus sentimientos, pero lograr la intimidad es mucho más que espiar por el ojo de la cerradura. A pesar de tantos años de convivencia, tuve que admitir que el Otro siempre es un misterio para uno.

Mucho…

Poquito…

Nada…

Hoy lo he visto vulnerable, con la certeza de la muerte en ciernes. Me miró a los ojos, tomó mi mano y me ha dicho «gracias». Solo eso. Gracias. Y fue entonces, al escuchar esa palabra que no es ni verbo ni sustantivo, el momento en que comprendí.

Me quiso mucho.

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