Tomé rumbo hacia las calles de mi pueblo en busca de algo, no sabía qué era exactamente lo que quería, pero caminaba desinteresada de pensarlo.

Era invierno, las calles de esa noche estaban tan húmedas como mi nariz cuando aspiraba aquel aire helado y el vapor que salía de mi boca combinaba con el humo del cigarrillo que acababa de terminar. Me detuve a contemplar las estrellas que se asomaban en las nubes grises porque era lo único bueno que podía preceder de esa noche. Entre los desmedidos edificios y las calles desoladas, mis botas favoritas comenzaron a sonar en combinación con mi paso lento que con mis dedos entumecidos, podía jurar que componía música. Y así me distraje hasta hallar el límite del pueblo, en un acantilado lejos de la civilización. Cuando llegué las olas se habían calmado después de la tormenta, así que decidí bajar por un extremo del acantilado. Abajo había una cueva azul, le decían así porque las rocas cubrían una parte del mar encerrándolo como un Cenote.

Me gustaba ir ahí de noche, no iba nadie y había un espacio para dormir en donde no alcanzaba a llegar el agua, así que, me acosté con la única vista al mar que tenía, parpadeé la luna que se asomaba por el gran agujero de donde entre y me dormí.

Al otro día desperté muy temprano en la cueva, con el sol en el rostro y el suéter marcado en mi mejilla. Me largué a casa, antes de que me vieran. Cuando llegué, me saqué la ropa para tomar una ducha. El agua tibia corría mientras mi cuerpo desnudo y con la piel erizada, se acercaba flojo hacia la ducha. Me hinqué de manera que podía escuchar el agua chocar en mi espalda curca, como si estuviera lloviendo, como si estuviera bajo la lluvia y no me importara absolutamente nada. Salí de la ducha pensando en la inexplicable e ilimitada fila de preguntas que podía formular mi cerebro. Estaba claro que en mis pensamientos, además de la vida, estaba la muerte ¿cuánto es el tiempo que dispongo para realizar mis sueños y cuánto tiempo tendré después, para desmantelar mi vida? El tiempo se alternaba rápido y a veces lento, pero no te das cuenta de aquello hasta que envejeces. Recién ahí, nos arrepentimos de haber apresurado el reloj porque cuando teníamos 7 años, solo queríamos crecer. Ahora mi cuerpo no es el mismo, ni la memoria, ni el alma…

A pesar de las realidades crudas, esto es como un filme. Las películas son un gran ejemplo de cómo está constituida la humanidad al pasar de los siglos. Mi padre suele decir que los que van al psicólogo son personas enfermas, yo asistía a uno y no estaba enferma. Solía pensar que el mundo estaba lleno de escenas inconscientemente preparadas para que la gente actúe viciosa por vivir historias. Las personas viven fingiendo tratando de buscar quienes son, guiados por una enorme e infinita fila de películas y libros fantásticos que imitar, guiados por un Estado que impone leyes, que nosotros los ciudadanos, somos incapaces de formular. Al fin y al cabo la moral gobierna y la ética también y aún así creemos que somos capaces de escoger y dirigir nuestra forma de actuar o de pensar. Esto comienza a ser injusto desde que no te dejan escoger en cuando, donde o como nacerme si quiera escogimos nacer. Y sigue sin ser nuestra culpa, pues se requiere de un estatus socio-económico muy alto, para ser un genio, así nos enseñaron. Así que somos libres ¿de que?¿donde están los «psicólogos» de aquellos que viven mintiéndose toda una vida?

Existen exactamente 8 planetas, excluyendo a Plutón desde el 2006. Uno de ellos es el planeta Tierra, que se divide en continentes e islas. Tiene un poco más de 7,53 miles de millones de personas habitando y cada una de ellas con un propósito. Yo, aún no tenía idea de mi propósito acá en la tierra. Me sentía de otro mundo.

No tengo idea de cuanto tiempo ha pasado o cuando fue el momento en el que decidí desistir de mi alrededor. Un día desperté con otras ideas y mis sudaderas tenían otro gusto, el de no gustarle a nadie creo. Fue el día en el que me di cuenta que desde que nacemos comenzamos un ciclo lleno de etapas y son las mismas que la del resto de la gente que nos rodea. De algunas depende el destino, o su suerte o sus decisiones.

Me vestí de mis jeans favoritos negros, lo combiné con un suéter verde, verde como la hierba a punto de secar y verde como el uniforme de un soldado. Tapaba casi mis rodillas, holgado como un cole viejo, no podía sentirme más cómoda que ahora.

Viajaba sin retorno alguno, el velocímetro parecía brújula con única dirección al norte. No dejaba de ver la brújula y la aguja que no pasaba los 60km/h, lento y continuo. Mientras el auto recorre por la carretera, el mar se iba quedando atrás dando paso al bulevar, el auto seguía como si no lo estuviera conduciendo nadie, solo me dediqué a observar los enormes arboles que se asomaron de repente a tapar el sol a penas saliente.

Cada cosa que hice sin pensar se convierte en maltrecho, como el auto robado de mi mamá en la orilla curva y estrecha de un acantilado. Soy consecuente de aquello que hago, como ahora con lo del auto. Mi mamá nunca tuvo un auto y nunca contemplé desastres geológicos naturales que pudieran describir como me sentía. Solo conocí personas inconscientes e irreales. Personas que utilizan sus cinco sentidos sin temor a que los usen en contra de ellos porque los seres humanos son así y soy testigo de esto.

Quizás ese fue mi propósito aquí en la tierra, ser testigo de la naturaleza humana y como tal consecuente, me lancé al acantilado con una cuerda amarrada al cuello, pues mi gran propósito acabó.

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