Rafangún agonizaba de sed. La laguna que abastecía al reino era ahora un inmenso y seco polvorón. Por fortuna, el rey había tenido una brillante idea para acabar con la sequía, por algo era el rey. Reunió a los campesinos y les habló con esa voz engolada que ponen los reyes cuando van a decir algo importante:

—Rafangunenses: La lluvia se ha olvidado de nosotros dejándonos en la pobreza, pero vuestro rey jamás se amedrenta ante los infortunios. Al atardecer os reuniréis en la laguna y lloraréis a moco tendido o como una magdalena, el caso es que lloréis. Solo os pido que penséis en aquello que os aflija con mucho orgullo y patriotismo para que vuestras lágrimas amargas puedan salvar a Rafangún. ¡Viva Rafangún!

—¡Viva! —contestaron los campesinos con esa voz escuchimizada que ponen los campesinos cuando les da por no comer.

Aquella misma tarde el rey inauguró el acontecimiento intentando derramar la primera lágrima real sobre la laguna, que no llegó a caer porque no encontró ningún hecho lastimoso que recordar. Disimuló su impotencia lacrimal, asegurando que un verdadero rey jamás llora porque ha de ser duro como el acero de las navajas suizas. Y se volvió a palacio, habiendo convencido a los campesinos con tan razonable argumento, resignados a no saber de qué color eran las lágrimas reales.

Se habían reunido en la laguna sin olvidar llevar los ojos inundados de penurias, tal y como les había dicho su rey. A más de uno se le veía el flotador asomando por la pupila, otros sostenían los ojos con ambas manos porque las compungidas lágrimas, tan grandes como las calabazas holandesas, pesaban en sus párpados haciéndoles perder el equilibrio. Comenzaron a llorar a troche y moche, como descosidos y al por mayor; unos sin ton ni son, otros por un primo farmacéutico que se fue a vivir a Barcelona, por la hipoteca a quince años de una cuchara sopera, por no tener ni un huevo en la nevera, por una novia entrada en carnes que le dejó por un guardia civil manchego, por la muerte de Chanquete o por llamarse María del Carmen en vez de Juan Manuel. El caso es que comenzaron a llorar a las cinco de la tarde, y a las nueve de la noche ya tenían todo el pescado vendido; la laguna era tan navegable como el Danubio y a lo lejos podía verse una barquita deslizarse sobre las lágrimas vertidas por el primo farmacéutico de Barcelona, y otra que había volcado al chocar contra el llanto por la novia entrada en carnes que se fue con el guardia civil manchego.

Los campesinos marcharon contentos a palacio para informar al rey de su hazaña; tuvieron que esperar un poco, le pillaron en pleno baño de espuma. Los reyes siempre se han bañado con mucha espuma desde tiempos inmemoriales aunque fuera época de sequía; eso lo sabe todo el mundo, es así de toda la vida. Al terminar su baño, el rey premió a cada uno de los campesinos, dándoles permiso para poder llenar en la laguna una botella de lágrimas minerales de 250 mililitros por familia, recordándoles que hicieran buen uso de ella y no la malgastaran. Los campesinos se fueron a casa muy contentos con la botellita de lágrimas minerales de 250 mililitros que les había regalado su rey, y comenzaron a hacer planes de futuro pensando donde podrían invertir sus 250 mililitros de lágrimas, deseando tener más amarguras y primos que se fueran a La Coruña o a Alemania para poder llorar, en tiempo de sequía, enormes lagrimones de nostalgia sobre la laguna de Rafangún.

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