Lo de José es otra historia

Lo de José es otra historia

El mal avanza en el cerebro de Clara.

El semblante de José es grave. Su seriedad causa respeto, casi rechazo.

Coinciden en la cafetería, en la mesa del rincón, frente al ventanal del fondo. Fuera, dice José, queda el mundo que han superado.

No suelen hablar. Ella le mira esperando su sonrisa y, como si hubieran pasado la vida juntos, le toma de la mano con un sentimiento íntimo y púdico.

-¿Estás bien?

-Sí, mujer. Bien.

Ella sonríe y se atusa el pelo. Él se evade, se deja ir.

Aquella mañana José está harto. Le saca de quicio que le echen de la habitación: ¡que no me metan prisa!, que me sobra tiempo, ¡que me apetece perderlo a ver si se acaba de una puñetera vez!

Además, José trataba de remolonear para no coincidir con aquellas tres mujeres, las que se inmiscuyen en la vida de todos, en especial en la de Clara.

Después de desayunar, aburrido de escucharlas, José fue a la cafetería, a su mesa. A media mañana llega Clara. Se sienta a su lado, busca su mirada, le sonríe, canturrea y, con la mayor naturalidad, le toma de la mano. José se incomoda.

A la hora de comer, las buenas mujeres llevan a cabo su particular cruzada de castidad, que comienza impidiendo que Clara pueda sentarse al lado de José.

Hoy, han conseguido separarlos de mesa. Clara allí, José acá. No podrían imaginar que ella está siempre con él.

En la mesa de José, una de las mujeres habla y las otras asienten. Mira José: es un asunto delicado. Nos consideramos responsables. Los hombres sois débiles. ¡Bueno!, sólo en ese aspecto. La carne es débil: eso sí.

José no escucha. Ellas dicen, guardan silencios y miran con clemencia a su víctima.

Clara, en la otra mesa, está desconcertada. Mira con asombro los platos, los vasos…, como si estuviera en un lugar desconocido. Incluso se asusta cuando una de sus manos tropieza con los cubiertos.

-Vamos, ¡hay que comer, cielo! –Le dice la cuidadora- y, entonces, come deprisa y ríe. Ríe a borbotones.

A media tarde, cuando José está ya en la cafetería, Clara lo busca. A su paso, una de las buenas mujeres le agarra y la sienta con ellas. Clara no suelta su pequeño bolso de color malva.

¿Por qué estás siempre con él; por qué le sigues; por qué te sientas a su lado? Y, sobre todo, ¿por qué le tomas de la mano y le haces sonreír? La mujer ha de ser discreta: aunque no te des cuenta, ¡puedes hacerle pecar! A Clara aquellas voces le causa terror. Se levanta abrazada a su bolsito y corre hacia la mesa del rincón.

José se indigna y vuelve la cabeza hacia las mujeres: ¡mojigatas!, dice.

Clara enseña a José su pequeño bolso:

-A ellas no les gusta, dice.

Luego, durante la merienda Clara consigue sentarse con él. Sonríe mirando la taza y juega distraída con la cucharilla. José le abre el paquetito de galletas y la anima a comer.

Por el ventanal se ve perderse un sol frío tras el monte negro.

-¡Clara!, vamos reina, ¿sabes quién ha venido?

Los ojos de Clara se llenan de la ilusión de una noche de Reyes. José la mira con ternura: tienes visita, le dice.

A José sólo le queda un amigo, Miguel.Y se escriben. Durante el Bachillerato pugnaban con los ejercicios de redacción.

Escribir trae recuerdos que revives a tu gusto: pero no está mal que alguien los contraste, dice José con ironía.

Escribir mantiene las manos ágiles, aunque mi enfermedad, dice Miguel, las va derrotando sin compasión.

Son cartas extensas. Sobre lo divino y lo humano, acercándose siempre a la postura distinta, no tan lejana al fin y al cabo, dicen.

Es domingo, día de la familia. A Clara la acompañan sus hijas. La mesa del rincón, al lado del ventanal del fondo, está ocupada.

José da media vuelta y dirige las ruedas de su silla al salón. Estan rezando el Rosario. Él se queda junto al primer ventanal. La tarde se va, tiene prisa. El viento asedia a los árboles. Las hojas vencidas se arremolinan.

Las hijas de Clara se marcharon. La noche se cerró. El rezo había concluido. Muchos dormitaban. Algunos jugaban al dominó. Un día más, un día menos, pensó José. Su madre decía que ni las espigas querrían estar para siempre en el campo, agostadas y secas. ¿Dónde estará el segador?

Clara estaba en su mesa, en la cafetería. Parecía una figura de cera frente a la oscuridad exterior. José no quiso preguntarle. Dio la vuelta para ir a cenar. Entonces, ella se levantó, puso la mano en el lateral de la silla, e hicieron juntos el recorrido.

Antes del postre, José pidió a la cuidadora que acompañase a Clara a su cuarto: estaba alterada y había barrido la mesa de un manotazo.

José no podía controlar su angustia. Sobre la mesilla de noche estaba una carta de Miguel que aún no había abierto.

Los medicamentos le hicieron dormir profundamente. Cuando despertó era como si hubiera pasado una eternidad: cada noche teje un día distinto, se dijo.

No le importó que le echasen de la habitación. Llevaba en el bolso de la chaqueta la carta de su amigo. Le hubiera gustado tenerlo enfrente para discutir y reír juntos.

Desayunó sólo: Clara no estaba y las tres mujeres no le prestaron atención.

Rasgó el sobre. Su amigo se despedía en aquella carta. Uno de sus hijos, el mismo que la había escrito, estaba con él, en Holanda, para que Miguel dejara este mundo por la puerta que había elegido.

En la cafetería, encima de la mesa del rincón, frente al último de los ventanales, Clara le dejó su pequeño bolso malva. Sus hijas se la llevaron; querían tenerla más cerca.

Lo de José, es otra historia.

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