Hemos habitado estas ruinas por décadas. Los muros erosionados, las esteras que parcialmente cubren nuestras cabezas, el viento que se agazapa por nuestras calles cual ratón a través de un laberinto. Deambulamos de aquí para allá, entre una casa y otra, con la pequeña expectativa de hallar algún alimento aún no perecible. Nuestros rostros son ciertamente opacos, pero no logran borrar la esperanza que trasluce en nuestros ojos. Soñamos con mejores días; días en los cuales matemos el hambre tantas veces que ni resucitar pueda, días en los cuales no tengamos que juntar nuestros cuerpos en las noches para mitigar el frío. A veces, cuando la desesperación se confunde con el aburrimiento, alguno de nosotros intenta escapar de la ciudad. Hay dos opciones: o te enfrentas al árido desierto de polvo y tierra muerta, o llegas al mar y sigues el curso de la orilla hacia el sur, hacia donde todos los que se han marchado no han vuelto. Es muy probable que hayan encontrado una mejor vida que aquí.
La obligatoria extensión del presente, casi rozando lo intemporal, traducida en una aparente quietud de la historia (nuestras vidas están pobladas de hechos irrelevantes), tiene efectos esperados en la memoria colectiva: no hay mitos que celebrar, ni relatos que por las noches nos aúnen en un espíritu común. Hace dos semanas, un vecino mío ensayó un recuerdo ficticio para entretener a sus hijos. La majestuosidad de sus palabras cautivó a más de uno. Durante un momento, pude percibir en los ojos de su esposa el lamento y fascinación de lo que ya no puede vivirse.
Pero también he visto fenómenos alternos, como la habitualidad a la angustia ante el futuro. La costumbre ha hecho de la desesperanza algo habitual, como si estuviésemos flotando en la certidumbre de la incertidumbre. Mi esposa continuamente se enfrenta a las curiosas preguntas de mi hija que, sin mala gana, hasta con naturalidad, se plantea sobre los días venideros. Decir que el no saber nada de lo que vendrá puede tener efectos positivos: así obtenemos una justificación para decirle a la pequeña que debe ser fuerte para estar preparada para cualquier eventualidad, que debe comer todo lo que podemos conseguir para ella. Es lo que yo he venido haciendo hasta ahora, pero no para mi futuro, sino el de para ellas. No puedo permitirme, en la urgencia constante de los días, vivir por razones egoístas. No puedo ser como el resto, que viven estafando y escabulléndose de la administración policial de la ciudad. Sinceramente, ignoro los motivos para ello, pero soy plenamente consciente de que no puedo ceder a la obligación social de ser o víctima o verdugo.
Y sí, tenemos una autoridad, aunque ciertamente más de uno podría juzgar que no la tenemos. Rara vez hemos visto la presencia de los altos mandos, quienes viven en el centro de la ciudad, allí donde ninguno de los recién llegados ni los que ya vivimos aquí hace buen tiempo podrá llegar jamás. De ellos solo sabemos su obsesión por la rutinaria promulgación de leyes, tantas que notamos que, incluso cuando éstas llegan a ser contradictorias, especifican cada detalle y orden de nuestra vida diaria. En un contexto así, ser delincuente no demanda mucho esfuerzo, y ante esta situación, la policía resulta ser mucho más que eficaz. De este modo desaparecen, en toda la ciudad, enteras familias en un solo día. Es una manera de mantener a raya la cantidad de población, me pareció oírle decir la vez pasada a una señora que procuraba conseguir algo de maquillaje en un improvisado mercado.
Así pues, moramos en una ciudad donde nada nuevo sucede y, al mismo tiempo, en su irrelevancia, cualquier acto podría llevarte a la muerte. Las noches son, cuando nos esforzamos, un consuelo: algunos ancianos narran, a cambio de algún alimento para cenar, lo que vivieron en su infancia. Días de gozo inconsciente, dicen, de cálida luz solar sobre los patios de las casas y los árboles de los jardines más frondosos. Encuentro irónico el modo en que su memoria, motivada por el deseo tremendamente consciente de escapar, no los traslade a eventos dichosos o de irrepetible felicidad, sino simplemente a lugares, a objetos, a las relaciones con objetos en determinados lugares. Aquella simple situación, muy distinta a la nuestra, es capaz de enjuagarles los ojos en lágrimas. Los entiendo, aún si yo ya no pude vivir lo que ellos narran, y más todavía cuando ellos han renunciado a toda forma posible de adaptación a la ciudad. Por ello son mendigos, por lo mismo también son evitados: las fantasías no dan de comer a nadie.
Lamento el que yo no tenga nada qué contarte a ti, lector. Lo lamento de veras porque, si me comparo con los ancianos, ello solo puede significar que no he sido feliz. O, más aún, que ni siquiera he vivido. Podría quizá hablarte de mis preocupaciones, o de mis penas, o de las cosas en las que diariamente sueño, o tal vez de un barquito que construí cuando era niño pero que algún policía destruyó de un pisotón en una redada. Pero hacerlo sería caer en algo apenas superior al chisme. No encuentro las palabras, mi vocabulario no es tan amplio. Entenderás ya que en la ciudad todo está medido, todo está limitado. Hasta el lenguaje. Los sinónimos han desaparecido y la polisemia es motivo de burla. Todo debe ser preciso y exacto, hasta el acto de nombrar. Mi vida supera a mis palabras, pero aquello que excede está fuera de lo narrable. Así que solo puedo dar cuenta de lo que me contiene, de lo que me abandona, de lo que me da de comer y al mismo tiempo, de lo que me asesina lentamente: la ciudad. Al fin y al cabo, puede que no te importe, mañana a las 6 am. sonará nuevamente la alarma y todos fingiremos estar alegres.
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